jueves, 24 de agosto de 2017

Alegato público de un testigo

Raul Sendic y Ronald Scarzella


Salió en Semanario Voces

De jorge Zabalza

De organizaciones clandestinas.


En su libro sobre Fernández Huidobro, María Urruzola se refiere al asesinato de Ronald Scarzella el 23 de abril de 1993. Este destacado dirigente del sindicato de base Juan Benzo y del Sindicato de Trabajadores de la Industria Química (STIQ) fue, al mismo tiempo, miembro del Comité Central del MLN (T) y de la dirección del Zonal 4 de Montevideo. Junto con Raúl Sendic y otras compañeras y compañeros organizaron el ‘Movimiento por la Tierra’. Radicado más tarde en La Paloma hacía fletes con un camión. Un día, gente con acento portugués lo contrató para un viaje y lo citaron en la rotonda Castillos. Allí fue que lo encontraron luego, asesinado con un tiro en la nuca, de rodillas, con las manos atadas atrás con alambre y encapuchado. Las características de su muerte hacen recordar a métodos usualmente empleados por el comando caza tupamaros en Uruguay y la Triple A en Argentina.

En esos días, en Rocha, la jueza era la doctora Mariana Mota. En declaraciones hechas el 16 de febrero de 2013 a ‘Caras y Caretas’, Mota consideró que el asesinato de Scarzella había sido el primer caso de violación a los derechos humanos en que le tocó actuar. Posteriormente, cuando Mariana ya no estaba en Rocha, el expediente fue archivado y se cerró la investigación policial. El crimen continúa impune.

María Urrruzola también hace referencia al protagónico rol de Fernández Huidobro en la convocatoria de la concentración en el Hospital Filtro del 24 de agosto de 1994, a un año y poco del asesinato de Scarzella. A través de las ondas de CX 44 Radio Panamericana, Huidobro y José Mujica asumieron un serio compromiso con el pedido de asilo político para los vascos en huelga de hambre y con la multitud que, con ese motivo, se concentró en Jacinto Vera. La salvaje represión policial que siguió dejó muchos heridos graves y los asesinatos de Fernando Morroni y Roberto Facal. Policías uniformados y sin uniforme mataron a Fernando con tres escopetazos disparados a quemarropa y a Roberto lo apuñalaron cuando regresaba a su casa esa noche.

Ni la administración judicial ni el parlamento fueron capaces de definir las responsabilidades penales y políticas del caso, que alcanzaban hasta el entonces presidente Luis Alberto Lacalle, pues fue él quien promulgó el decreto de extradición de los tres ciudadanos vascos en huelga de hambre, a cambio de los patrulleros y las ambulancias donados por España en cumplimiento del tratado de cooperación. En la ‘Masacre de Jacinto Vera’ se descontroló totalmente la violencia policial y, por consiguiente, hubo un ejercicio ilegítimo de la fuerza institucional contra una manifestación pacífica, fue un episodio tardío del terrorismo de Estado…. y continúa impune. Los gobiernos y el poder judicial no han querido que se conozca la verdad ni investigar responsabilidades por la intervención criminal de la policía en 1994.

En el libro de Urruzola hay también referencias al no menos oscuro asesinato de Eugenio Berríos, cuyo cadáver fuera descubierto en la playa de El Pinar en abril de 1995 luego de haber sido secuestrado en 1992. Berríos estaba arrodillado y atado por los brazos, con dos disparos en la cabeza. La justicia chilena determinó que uno lo disparó un oficial chileno y el otro un colega suyo de nacionalidad uruguaya. Pese a la existencia comprobada de un pacto de silencio e impunidad, el poder judicial de Chile logró investigar y condenar a oficiales uruguayos y chilenos. En cambio, en Uruguay, los expedientes del ‘caso Berríos’ fueron archivados, tanto por la policía como por el poder judicial, encubridores de hecho de los culpables del homicidio. La impunidad del pasado se traduce en impunidad del presente, por lo menos, en el Uruguay.

Fernández Huidobro, Mujica y otros ex-tupamaros sostuvieron públicamente que el procesamiento en Chile de los culpables uruguayos de la muerte de Berríos lesionaba la soberanía nacional del Uruguay. Cuando ocuparon la presidencia de la república y los ministerios de defensa y del interior, estos excompañeros de Scarzella, Morroni y Facal tomaron en sus manos las riendas de los servicios de inteligencia e información, pero carecieron -y carecen- del coraje político de reiniciar la investigación y procesar a los culpables del asesinato de Rony y de la masacre del barrio Jacinto Vera.

Aunque verifican que operaban formas clandestinas de terrorismo estatal durante la primera década de democracia tutelada, los hechos relatados por Urruzola no atrajeron la mirada de nadie. La existencia de esos grupos sería confirmada por los archivos encontrados en casa del coronel Elmar Castiglioni y dados a conocer en Brecha por Samuel Blixen.

Las evidencias revelan que en los subterráneos de la ‘democracia restaurada’ medraba el mismo siniestro poder que gobernaba en la dictadura. La infiltración y el espionaje realizados por los servicios desvirtuaban el pretendido carácter ‘primaveral’ del sistema político y que, dada la impunidad ambiente y el tejido de complicidades políticas que la sustenta, es posible que todavía hoy, en 2017, se mantenga en actividad alguna de esas formas organizativas clandestinas -el ‘comando Barneix’ por ejemplo- a la espera de condiciones que les permitan volver a infundir terror, castigar y desalentar a quienes catalogan como enemigos.

Cabe destacar que este fenómeno, un derivado de la impunidad, es una cuestión definitoria de la vida política en el Uruguay. Interpela al poder judicial para que investigue de oficio, para que revele sus conexiones políticas y procese a quienes deba procesar. Para que defienda la república de la cual es parte sustancial y cuyo Estado de Derecho dice proteger. Sin embargo, la magistratura parece estar atada de pies y manos por poderes fácticos para que no meta la nariz en estas cuestiones.

De anestesia e hiperestesia.

En cambio, esos mismos ‘actores’ políticos - ¿en qué clase de teatro actúan? – y los gerentes de fiscalías y juzgados, reaccionaron con presteza y agilidad frente a los testimonios recogidos en el capítulo 8 del libro de Urruzola. Sensibilidad anestesiada para ciertos casos, sensibilidad hiperestesiada hacia los otros.

Una semana antes del lanzamiento del libro, sin haber podido leerlo, muy sensibles operadores partidarios y cierta prensa color amarillento ya estaban peleando por la carroña. Hurgaron en los contenedores intentando requechar alguna primicia que los catapultara a la fama. El barullo extrajudicial alcanzó decibeles suficientes para que el trabajo periodístico de Urruzola fuera judicializado.

De las dos líneas de testimonios del libro ¿porqué se colocó el foco en las ‘tupabandas’ de 1998 y se evitó hacer el más mínimo comentario sobre los homicidios de Scarzella, Morroni y Facal? No está mal desempolvar expedientes con delitos contra la propiedad cometidos veinte años atrás y, por consiguiente, ya prescriptos, pero ¿porqué no demostrar a la opinión pública que el poder judicial repudia los crímenes presumiblemente cometidos por quienes se esconden en las fuerzas armadas y policiales? Hasta ahora se ha omitido descubrir la verdad sobre los asesinatos de Scarzella, Morroni y Facal.

Sin embargo, la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso denunciado por el poeta Juan Gelman, obliga a los poderes republicanos a ser diligentes -y aún muy diligentes- para descubrir la verdad y castigar los criminales del terrorismo de Estado. Quiere decir que tanto el ejecutivo como la suprema corte acataron dicha sentencia, pero no la cumplen cabalmente, apenas hacen como si la cumplieran. Esta es la actitud promovida por la política de Olvidar y Perdonar los crímenes cometidos por el Estado entre 1968 y 1985. El poder judicial demuestra que está dispuesto a judicializar los temas que generan repercusiones escandalosas en la opinión pública y a archivar con pasividad las causas que pueden rozar las actividades del terrorismo de Estado, sean anteriores o posteriores a 1985[1].

De la tortura

En declaraciones a la prensa, el general retirado Raúl Mermot reconoció haber presenciado como sus colegas sometían detenidos políticos a ‘apremios físicos’ para que, una vez cansados por el tratamiento, confesaran sus culpas y las de sus compañeros. Aunque el inculpado lo niegue, su declaración describe los ‘plantones’ habituales en comisarías y cuarteles. Los detenidos debían pasar días y semanas de pie frente a una pared, con los brazos y las piernas abiertas, blancos de golpes de cachiporra y de manoseos lascivos. Mermot debió ser inculpado por tortura o, por lo menos, cómo cómplice de ella.

Los administradores de la ley penal aceptaron el juicio de valor de Mermot e incorporaron al acervo de la jurisprudencia nacional la diferencia entre apremios físicos (tortura blanda, aceptable por la opinión pública) y tortura propiamente dicha (submarino, palo, violación, etc). ¡Una brutal innovación en la tipificación del acto de torturar! Podrán esgrimirse muchos fundamentos jurídicos, pero es aberrante desde un punto de vista ético y moral. El poder judicial uruguayo ha aceptado que, en determinadas circunstancias, sea totalmente lícito y necesario que se torture para obtener información de los torturados. Esta aceptación se ha vuelto lugar común en todo el discurso políticamente correcto. Es la última victoria ideológica de los estrategas del Club Naval.

Como es muy viejo y muy sabido, con el consentimiento de la ‘justicia militar’ -otro contrasentido del idioma- en junio de 1973 once tupamaras prisioneras en Punta Rieles fueron trasladadas a varios cuarteles del ejército; fue un ensayo para el posterior traslado en setiembre de dicho año de nueve tupamaros desde el Penal de Libertad a otros cuarteles. Mujeres y hombres fueron sometidos por igual a un régimen de aislamiento, ellas hasta setiembre de 1976, ellos fueron retornados al Penal en abril de 1984, pero continuaron individualmente aislados hasta setiembre de ese mismo año.

Esencialmente, el régimen consistía en la privación de estímulos sensoriales y afectivos -nada trabajo en artesanías, lectura y estudio, nada de ejercicio físico, prohibición de hablar entre sí, visitas familiares bajo marcación individual de oficiales o guardias-, medidas restrictivas cuya finalidad nada oculta era enloquecer a las y los ‘rehenes’. Fuimos una especie de astronautas en tierra -o bajo ella- durante once años.

Como he relatado públicamente en reiteradas ocasiones, mi experiencia personal, compartida con Raúl Sendic (padre) y Julio Marenales, comprendió además la reclusión en el aljibe de Durazno (unos meses) y en los calabozos semisubterráneos de Paso de los Toros (más de cinco años), en condiciones físicas insalubres. Los tres debimos hacer frente a periódicas agresiones de oficiales, así como a plantones y golpes durante los traslados a otras unidades del ejército. Entre traslado y traslado las familias ignoraban nuestro destino y si nos podían visitar, medida que generaba en madres, padres e hijas el temor a que hubiéramos sido forzados a desaparecer.

No cabe en este escrito extenderse nuevamente sobre la alimentación, el trato médico y etcétera. En especial ellas están enumeradas en la denuncia judicial que, hecha con la asesoría letrada del Dr. Juan Fagúndez, fue radicada en el Juzgado Letrado de la ciudad de San José. El juzgado recogió testimonios de varios de los ‘rehenes’, pero no hubo más citaciones cuando llegó el momento de indagar a las decenas de oficiales militares implicados. De hecho, informalmente, el expediente ha sido archivado.

El régimen de aislamiento fue una especie de ‘apremios sicológicos permanentes’ con momentos de alta violencia. Tortura, en una palabra. Los torturadores fueron los oficiales responsables por las condiciones de reclusión de los ‘rehenes’: todos los comandantes, mayores y jefes de los S-2 de las unidades militares donde estuvimos recluidos. Uno no fue un torturado, está siendo torturado actualmente. La tortura no termina nunca, permanece en las pesadillas, en las conductas, en las formas traumáticas de relaciones personales, de pareja o familiares. Nadie deja jamás de ser torturado: las influencias de la tortura permanecen en el modo de pensar. El torturado tiene sentimientos que lo diferencian -para peor- de quienes nunca han sufrido la tortura.

Tampoco nadie puede dejar de ser torturador, lo aprendió a hacer, lo hizo y sigue siendo capaz de hacerlo. Lo hace en la vida familiar como testimonian los hijos de genocidas organizados para defender los derechos humanos en la Argentina (en Uruguay no lo hacen porque tienen miedo a los impunes).

Si son arrojadas a la papelera las denuncias sobre crímenes de lesa humanidad -es mi experiencia personal, reitero- se tiene derecho a pensar que el testimonio del torturado no tiene ningún valor para los procesos judiciales. Es inútil testimoniar. Uno se siente totalmente desestimulado. Inducido a creer que el testimonio del torturado no sirve para despertar una respuesta judicial. Sin embargo, la tortura se renueva y se repotencia al ser citado para declarar por un administrador de las leyes penales, integrante de la institución que es una muralla que no deja pasar la verdad y la justicia.

De la pérdida de autoridad moral.

Si el autor de crímenes violentos es población marginal y excluida y no está vinculado al poder político, se le aplica a rajatabla la ley penal y debe esperar la sentencia final encerrado durante años en lamentables condiciones. En cambio, se perdona a los autores de asesinatos, desapariciones forzosas, violaciones y torturas que integran el poder armado. Aunque hay casos excepcionales, cumplen sus condenas en cárceles VIP o en prisión domiciliaria y reciben el perdón de sus víctimas transformadas en gobernantes.

Los tres poderes republicanos tienen muchas contemplaciones -demasiadas por supuesto- hacia los culpables del terrorismo de Estado, pero, en cambio, son implacables a hora de juzgar y condenar la delincuencia de origen social que, en última instancia, agravian la humanidad en muchísima menor medida que la barbarie del plan Cóndor. Mano dura con los pobres, mano blanda con los militares. Al violar el principio de igualdad ante la ley, el poder judicial está caminando en puntas de pie por el filo de la navaja, deja de distinguir lo justo de lo injusto. Archiva los principios éticos y morales cada vez que archiva un expediente de delito de lesa humanidad.

El poder judicial no hace justicia con mayúscula, sino que simplemente aplica la ley, la administra sin importarle el trato inhumano a los presos del sistema carcelario y, en particular, al de las cárceles donde están recluidos menores de edad; ni las sentencias absurdas para el sentido común, como la que permitió que un padre decidiera qué debía hacer una mujer embarazada con su propio cuerpo; o la que entregó a los abuelos paternos los dos hijos de una mujer asesinada delante de ellos por el padre-policía, o las que desalojan el Parque Guaraní, la Quinta, Verdisol y, en lo más crudo del invierno, arrojan a la calle las familias peruanas y sus 23 niños en la Ciudad Vieja. La sensibilidad clasista del poder judicial es la misma del Hamlet Reyes, que renunció a la presidencia de la suprema corte para ser presidente del consejo de estado designado por los mandos militares del golpe. No tienen pudor ni ética ni moral.

Cómo dice el twitter de Jorge Díaz “Actuar éticamente es una condición necesaria en el ejercicio de la función pública. Quienes no lo hacen deberían ser alejados de la misma”. Sin embargo, no existe agravio mayor a la ética que hacerse el tonto con los crímenes de lesa humanidad. Quienes consienten la impunidad desde sus cargos judiciales debieran ser despedidos de inmediato. No hay dudas de ninguna especie. ¿No le parece señor fiscal de corte? ¿Qué catadura moral tienen estos magistrados que desalojan menesterosos sin el menor sentido de la justicia social o que tuercen la ley que legaliza el aborto para forzar a una mujer a parir el hijo que no quiere? ¿La única preocupación de jueces y fiscales es mantenerse trepados en su escalón de la pirámide? Lo cierto es que está dejando de ser necesario el servicio de las fuerzas armadas dedicado a convertir las víctimas de la tortura en jurídicamente culpables. En definitiva, los jueces y fiscales civiles están sustituyendo con ventaja la ‘justicia militar’.

Del derecho a decir lo que se piensa.

La insensibilidad y la desigualdad que caracterizan esas actuaciones del poder judicial hacen que uno se pregunte a quienes sirve su modo de aplicar las leyes. ¿Cómo quieren que se les tenga confianza y respeto a jueces y fiscales que no respetan el sentir popular expresado cada 20 de mayo? ¿el sentir de la mitad del electorado que respaldó la anulación de la ley de impunidad? ¿con qué autoridad moral se atreven a condenar a nadie? Al fin y al cabo, la naturaleza real de la administración judicial es disimular el ejercicio descarnado del poder político por el aparato policíaco militar. La misma naturaleza que caracteriza a la república democrática sea cual fuere el partido político que la gobierne. El Estado de Derecho encubre la dictadura real de las grandes corporaciones financieras e industriales (Chomsky dixit y Mujica asintió con la cabeza).

Lamentablemente no queda más remedio que refrescar viejos conceptos marxistas. En 1932, Aldous Huxley decía que “Una dictadura perfecta tendría la apariencia de una democracia, pero sería básicamente una prisión sin muros en la que los presos ni siquiera soñarían con escapar. Sería esencialmente un sistema de esclavitud, en el que, gracias al consumo y al entretenimiento, los esclavos amarían su servidumbre”. ¿No será ésa la verdad sobre el Uruguay actual? ¿No somos esclavos que besan el látigo de los mentirosos y demagogos de todo pelo y laya? ¿no estamos besando a los judas que nos entregan atados de pies y manos a los grandes capitales transnacionales?

Tal vez el único valor que tenga mi vida, sustentado en la memoria de mis muertos -de Ricardo y de los demás hermanos y hermanas- haya estado en la negativa a besar el látigo, donde sea, en el submarino, en el calabozo o ante los administradores de las leyes penales. No me siento con ánimo de atestiguar ante un poder judicial que lleva treinta años protegiendo a los culpables del terrorismo de Estado. Lo siento completamente contrario a los intereses populares.

¿Testigo de qué puedo ser? ¿de hacer público el pensamiento de un colectivo? ¿de seguir pensando que la revolución socialista será la gigantesca expropiación a los expropiadores, a ese 1% dueño de todo? Por supuesto, apenas compartidas por unos pocos en la actualidad, estas perspectivas son rechazadas por los gerentes de fiscalías y juzgados, que han sido designados con anuencia de los poderes fácticos para desalentar y frenar los procesos de crecimiento político de la conciencia.

Quisiera colaborar con un poder que judicial que actúe en función de la justicia y no para evitarla. Que me imponga su autoridad en virtud de sus valores éticos y morales. Tendré que aguantarme vivo hasta que una insurrección instale alguna forma de justicia popular que sienta en las entrañas la necesidad de condenar los crímenes de lesa humanidad y que compartan la idea de expropiar a los expropiadores. Una justicia que se alegre cuando se alguien se adelante al gran día y aplique la ley popular por su cuenta, con inteligencia, habilidad, sin necesidad de violencias inútiles.

Es totalmente legítimo auto atribuirse el derecho a no reconocer un poder judicial que protege los crímenes más aberrantes de la humanidad y correr el riesgo de ser perseguido, pero “si non navigare ¿para qué vivere?”, paráfrasis del lema de Carlos Quijano hecha por Líber De Lucía en un periódico que imprimía clandestinamente en el penal de Punta Carretas.

Saluda atentamente

Jorge Zabalza



Con mucha cortesía fui citado por la Sra. Actuaria Camejo para concurrir, en calidad de testigo, al Juzgado Penal N° 14 el día 23 de agosto del corriente año. Me van a hacer algunas preguntas en el marco del Expediente N° 106-2604/2017, que tiene que ver con testimonios sobre hechos ocurridos en 1998 que podrían involucrar al Movimiento de Liberación Nacional.

En realidad, no pertenezco a dicho Movimiento desde 1995, pero seguiré sintiéndome Tupamaro hasta esa muerte que vengo esquivando con ayuda de muchísima gente. Al no ser miembro en 1998, mal puedo atestiguar sobre acontecimientos que ocurrieron en ese año. Puedo aportar, por supuesto, algunas reflexiones generales al respecto y que son públicas desde hace varios años.

Me he sentido -y me siento- ética y moralmente obligado a compartir esas reflexiones que involucran modos de pensar y de sentir compartidos por los tupamaros al salir de las cárceles en marzo de 1985. Esas ideas revolucionarias y las emociones que despertaban permitieron nuclear alrededor de tres mil militantes en la reorganización del MLN (T) y, posteriormente, participar en la creación del Movimiento de Participación Popular, como polo ideológico revolucionario para detener el corrimiento del Frente Amplio hacia el centro social y político. Existe, pues, un compromiso reciente, con las y los tupamaros que protagonizaron la historia actual (ya alejados de las filas del MLN), con el discurso que se sostuvo luego de la reorganización y que formalmente fue compartido hasta 1994 por la dirección del MLN, como consta en documentos de las Convenciones Nacionales del MLN, artículos de ‘Mate Amargo y declaraciones públicas de sus dirigentes.

El compromiso contraído desde marzo de1985 dio origen a una cantidad de propósitos concretos que están en conocimiento de los servicios de inteligencias por dos motivos: 1) desde el mismo día que salimos en libertad fuimos sometidos a espionaje e infiltración, comprobados por la documentación hecha pública por el tupamaro y periodista Samuel Blixen. Cabe destacar que en los archivos confiscados a Castiglioni faltan una serie de hechos cruciales: los posteriores a la toma del cuartel de La Tablada y los que tienen que ver con la Masacre de Jacinto Vera. Fueron fundamentales para que algunos dirigentes fueran rompiendo con su anterior compromiso revolucionario; 2) porque en última instancia, con todo el derecho del mundo, se puede inferir que esos propósitos comunes fueron puestos en conocimiento de aquellos oficiales militares de los servicios de inteligencia con los que notorios ex tupamaros han mantenido los contactos políticos, amistad y negociaciones que tuvieron comienzo en 1972 en el Batallón N° 1 de Infantería, más conocido como Batallón Florida. Si esas informaciones obran en conocimiento de los servicios de infiltración y espionaje ¿por qué, entonces, se deberían mantener en secreto?

El vínculo emocional que me hermana a las y los tupamaros que siguen estando desaparecidos, a las y los dieron la vida en combate o murieron asesinados o en tortura o las y los que fueron violados, torturados y sometidos a condiciones inhumanas de prisión, me compele a compartir y mantener vivas aquel modo de pensar que, como también es de público conocimiento, no ha sido mantenido y, hoy día, tanto el MLN como el MPP son instrumentos para que el gobierno, por detrás del escenario público, de las corporaciones financieras e industriales especialmente de capital transnacional. El debate -hoy judicializado- que reabrió el libro escrito por María Urruzola y la convocatoria a un juzgado penal, son apenas oportunidades para no dejar que sustituyan la historia con olvido, perdón y un ‘cuentito de hadas’.

[1] Cabe preguntarse por qué motivo a ningún fiscal se le ocurrió investigar de cual rubro presupuestal salieron el salario y la jubilación del reconocido espía Luis Becerra Aldama, que actuó hasta hace poco en filas de la FOEB y del Frente Amplio.









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