viernes, 30 de mayo de 2008

LO QUE LA LAGUNA DEL SAUCE NOS DEBE


HORACIO GELÓS BONILLA

50 AÑOS DEL SUNCA



Raquel Diana (*)












Tuve el honor de ser invitada a participar del libro “Albañiles, esos obreros del andamio”, de Universindo Rodríguez y Silvia Visconti, recientemente editado por el Sindicato Único de la Construcción y Anexos (SUNCA) en su 50 aniversario. Esto fue lo que escribí. Es mi forma de homenajear al sindicato, sus obreros y sus mártires.
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Haciendo uso de la libertad que me da el ser artista, me dirijo a usted, señor Jefe del Batallón de Ingenieros de la Laguna del Sauce, de modo tan informal, que paso a tutearte, porque tenés más o menos la misma edad que yo y eras casi un niño en 1976 y porque cuando me concediste una entrevista en el Batallón, me recibiste con corrección y amabilidad, y porque tenés unos ojos muy lindos, que se emocionaron de orgullo al hablar de tu profesión y tu amor por la laguna, pero se pusieron duros-fríos-tristes cuando te dije que estaba investigando sobre Horacio Gelós Bonilla.

Como me pareció que sabías poco, te refiero algunas cosas que pude conocer, recogidas de testimonios de sus compañeros del sindicato, documentos, investigadores y vecinos. Y como soy apenas una escritora te lo presento en un formato literario, pero todo, cada detalle, es verdad. Inclusive lo que me dijo un viejo albañil, al que no pude dejar de mirarle las manos, enormes y bellas, contenedoras de más historias que las que pudieran expresar las palabras, y que casi demuelen las mías torpes y pálidas al saludarme.

Para empezar dijo “era cuando estábamos haciendo Punta del Este”. Recordé el poema de Brecht “Preguntas a un obrero que lee”: ¿Quién construyó Tebas la de las siete puertas?/ En los libros están los nombres de los reyes, ¿acaso los reyes arrastraron los bloques de piedra?/ Y Babilonia mil veces destruida ¿quién la reconstruyó cada vez?/ Los que edificaron la dorada Lima ¿en qué casa vivían?/ Cuando se terminó la gran muralla china ¿a dónde fueron los obreros esa noche?

Gelós fue uno de los que hizo sobre el campo y la arena, las carreteras y palacios que ahora son nuestra joya en la vidriera del lujo. Tu batallón de ingenieros, Jefe, también tiene constructores, ¿verdad?, son parientes. Te cuento como llegó Horacio hasta allí, en base al relato de un compañero:

“Vi que te metían a piñazos en una camioneta con chapa argentina. Agarré la moto y te empecé a seguir. De lejos, haciéndome el distraído. Parecía una película, pero era verdad. Algún vecino saludaba pero yo no daba corte, tenía un objetivo, me parecía que mientras te siguiera ibas a estar protegido. ¡Te voy a salvar, hermano!, gritaba sin gritar. Y la moto hacía un ruido bárbaro, a lo mejor siempre lo había hecho, pero yo me daba cuenta ahora. Mierda, van muy rápido, los voy a perder. “Organización y lucha” era la frase que me venía a la cabeza.

Hay que saber qué le pasaba a cada compañero, y mandar un chasque para avisar a los demás. Un chasque, porque no se puede mandar nada por escrito. Creía que te iba a salvar, hermano, con la moto rugiendo y medio loco, tratando de hacer algo, porque es lo que uno siente en el momento, que algo hay que hacer, por lo menos saber a dónde te llevan. Cuando llegaron a camino de pedregullo que lleva a la laguna, paré. Si seguía me prendían a mi también. Ibas al batallón. Antes de dar la vuelta di una última mirada a la camioneta y el polvo que levantaba y tuve miedo de no verte más…”

Horacio prefería trabajar de carpintero de obra, según dicen, por estar más prolijo y limpio. El ser galán lo perjudicaba: el carpintero termina antes el trabajo. Así que en los veranos trabajaba de salvavidas en la playa. ¿Será que volvió al Río de la Plata por el arroyo El Potrero ya sin poder nadar ni salvarse a sí mismo? No lo creo, pero vos deberías averiguarlo, Jefe.

Otro compañero, el más viejo:

“Era la noche del cinco al seis de enero de 1976. Me estaban haciendo el “submarino” en la propia laguna. La reconocí sin verla como uno reconoce a una mujer aunque esté oscuro, por el olor, el modo de moverse, o estar quieta. Ahora me estaba ahogando. Ella, que me había hecho feliz dejándome mirarla o nadándola desnudo o quedándome quieto con los ojos cerrados para oírla, ahora me mataba. Una de las veces que me hundieron pensé que ya estaba, que hasta aquí llegaste viejo, chau, se me paró el corazón. Pero no sentí nada.

Abrí los ojos y adentro del agua me vi en otra noche como ésta del cinco al seis de enero acostado mirando mis zapatos, mi único par de zapatos, rotos, que me hacían caminar con los pies arrollados porque había crecido, mientras mi madre me acomodaba la sábana, me arropaba, me daba un beso, me decía que si no me dormía pronto, los reyes magos no iban a venir. Yo miraba los zapatos y no entendía cómo me iban a dejar un regalo adentro siendo tan chicos. Cuando me desperté el problema estaba resuelto: en lugar de los viejos había un par de zapatos nuevos grandes, muy grandes para que me duraran más. Yo me estaba yendo feliz, pero me sacaron para fuera y la visión se fue y con ella la muerte que no vino y la asfixia, la tos la angustia y el corazón que se revienta contra el pecho. Lo bueno era que había tomado un poco de agua, hacía días que me daban de tomar orín o salmuera. Me metieron en unos ranchos que estaban cerca de la orilla…

Sentía gritos horribles. Eran las chancheras del batallón y allí estaban los compañeros. Cómo no reconocer las voces si habíamos estado tanto tiempo juntos, haciendo tanta cosa, recorriendo las obras, afiliando al sindicato, hablando con la gente para hacerle ver que uno tiene derechos y que hay que unirse para luchar por lo que nos corresponde y defenderse de la explotación de la patronal. Cómo no reconocerlos si somos comunistas, camaradas de tanta ilusión… Ahí estaba él. Le preguntaban por unos campos que había comprado el SUNCA para construir una colonia de vacaciones para los trabajadores y sus familias. Me volví loco y empecé a gritar que lo dejaran ir, que él no tenía nada que ver, que era apenas uno del sindicato. Ahí me dieron como adentro de un gorro.

Cuando se calmaron sentí que alguien me pisa despacito y me habla como en un susurro. Era él que me decía: “callate, no seas abombado que te van a joder más a vos”. Y ahí nos dieron a los dos, por estar hablando. No sé cuanto tiempo pasó, me desmayaba de a ratos. Una de las veces que volví en mi lo volví a escuchar… Yo lo que sentía era que él estaba como estaqueado y las cosas que le estaban haciendo eran muy jodidas porque lo escuché decir que para hacerle eso era mejor que lo mataran. Y era un hombre grande, un hombre como un toro que le gustaba vivir. La respiración de él, que era muy fuerte empezó a sentirse cada vez menos y de repente se oyó como un quejido. Después nada más. Lo arrastraron de ahí para algún lado y enseguida nos sacaron a nosotros.”

Y otro compañero que ya estaba en las chancheras:

“Me tenían colgado de las muñecas para atrás, así, me pegaban sobre donde ya me había pegado durante días y me daban picana, cuando en un momento se me levanta un poco la capucha y veo que lo traen a él maneado, con las rodillas junto a la cabeza. Lo traían a rastras. Estaba maneado no sé bien de qué manera, que quedó con los testículos expuestos a la luz. Ahí una mano medio negra, muy grande, le tomó los testículos y lo castró. Salía sangre a borbotones. Al principio gritaba… ¡no!... ¡no!... ¡mátenme!... ¡no! Pero enseguida apenas si sentí un quejidito. Se fue apagando, él y los quejidos. A mí me descuelgan, me ponen una venda en los ojos además de la capucha y me llevan a unos veinte metros con un soldado al lado. Ahí se produce un gran revuelo entre los torturadores. Se preguntaban si nos largaban o no. Muchas veces les había oído decir que o hablábamos o nos mataban y nos tiraban al medio de la laguna.”

¿Eso fue lo que pasó, Jefe? ¿Está en la laguna? ¿Los soldados de tu batallón saben de esta historia? Te lo pregunto porque si bien no creo en cuentos de fantasmas ni aparecidos, es inevitable que se diga que se lo ha visto en los crepúsculos en forma humana y en las noches como luz mala. Parece que los cadáveres insisten en ser encontrados. Y hay que tener cuidado: según los antiguos griegos los crímenes no resueltos traen pestes y desgracias sobre los lugares donde fueron cometidos.

Pero lo más importante, creo, en lo real y en lo presente, es que el SUNCA y los trabajadores de la construcción merecen el mayor respeto y tienen allí, en tu batallón, a uno de sus mártires. Algo hay que hacer. ¿No te parece? Seguramente construir futuro con ladrillos de verdad, justicia y paz.
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(*) Dramaturga, actriz, directora teatral y Profesora de Filosofía, Raquel Diana es egresada de la Escuela Municipal de Arte Dramático (EMAD), del Instituto de Profesores Artigas e integrante de Teatro El Galpón desde 1985 y del Taller de Escritura Dramática que dirige Luis Masci desde 1996. Como actriz ha participado de más de 40 montajes. Inicia su actividad como dramaturga en 1997 y desde entonces sus obras han recibido numerosos premios, menciones y nominaciones, entre ellos: Premio Florencio, Instituto Internacional del Teatro (ITI), Ministerio de Educación y Cultura, Intendencia Municipal de Montevideo, Asociación General de Autores del Uruguay (AGADU), Federación Uruguaya de Teatros Independientes (FUTI), Comisión del Fondo Nacional de Teatro (COFONTE). Sus piezas han sido estrenadas en Uruguay, Argentina, Estados Unidos y Paraguay. “Cuentos de hadas”, con elenco de El Galpón, ha realizado numerosas giras internacionales presentándose en más de 20 ciudades de España, en Brasil, Estados Unidos y Bolivia.

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