sábado, 14 de marzo de 2009

Dos líneas en el tema de la tierra

Gonzalo Abella




Las formas de producción y consumo que los Amos del Mundo imponen a la Humanidad llevan a la muerte del Planeta.
El saqueo ambiental se acentúa, y los Amos hunden a las mayorías en el infraconsumo.
Se avanza hacia un planeta-cloaca donde la Humanidad camine descerebrada y controlada mientras en pequeñas burbujas de bienestar, con aire límpido y agua pura, se mantenga la vida lujosa de una minoría cada vez más pequeña.
Destruidas, replegadas o aisladas por el momento las grandes experiencias socialistas euroasiáticas del siglo XX, América Latina emerge hoy como el Continente donde la resistencia contra el capitalismo imperialista se vuelve más fuerte y con mayor potencialidad de propuestas programáticas. Esto no es porque los pueblos de América sean mejores que los asiáticos o africanos.
No hay pueblos mejores: hay coyunturas más o menos favorables para la lucha de clases, para la lucha de clases entre “burgueses y proletarios” que hoy es la lucha de clases entre la mayoría de la Humanidad (encabezada por sus sectores más organizados) y sus verdugos imperialistas.
En la actual lucha de clases que se expresa como lucha entre dos modelos de futuro inmediato (uno de ellos pavoroso para las mayorías) los pueblos de América Latina juegan (coyunturalmente) un papel central.
¿Qué es lo que nos sitúa hoy a nosotros en mejores condiciones para luchar que a los pueblos euroasiáticos, africanos u oceánicos?
Nos favorece la confluencia de una multiculturalidad única en el planeta. 500 años de resistencia de los pueblos originarios, desde el tiempo de la Conquista hasta su resistencia actual contra Bachelet, Fox o Uribe; 300 años de resistencia afroamericana desde el nordeste brasileño hasta los yungas del altiplano y la pampa gaucha; 250 años de sueños independizadores, 100 años de la llegada de aquellos proletarios perseguidos en Europa que introdujeron por los puertos del Continente las ideas obreras y libertarias. Alguna vez el Gobierno de Cuba explicó que su solidaridad con África era en reciprocidad por la sangre africana vertida en nuestro Continente.
El siglo XXI nos enseña, desde la Selva Lacandona a Bolivia, que la alianza de la clase trabajadora urbana (ahora fragmentada y de trabajo menos estable) con el campesinado pobre, con los sectores culturalmente discriminados y con los grupos excluidos genera una diversidad de formas de lucha impredecible, desconcertante para los Amos del Mundo; y que sólo lo no previsible, lo inesperado, da la posibilidad de la victoria.
Las formas de lucha más tradicionales siguen siendo válidas pero han sido ya muy estudiadas por la contrainsurgencia.
También nos enseña el siglo XXI que Cuba libre no es un milagro sino el producto heroico de la siembra colectiva por décadas de una actitud, de una conciencia, de una experiencia acumulada de construcción y de internacionalismo. La abnegada conducta de la mayoría de los dirigentes cubanos, su decisión de acompañar al pueblo en cada sacrificio y ser los últimos en los beneficios cuando éstos llegan por fin para todos, le costó la salud física a Fidel, pero fortaleció fuertemente la salud moral de su pueblo.
Y finalmente el siglo XXI nos enseña que aquellos Estados que rompen la dependencia del imperio (aunque sea parcialmente) comienzan a valorar de una forma nueva las raíces multiculturales de su propia población.
La izquierda latinoamericana que tuvo gran protagonismo hace 50 años, levantó como bandera central la consiga de la tierra para los que la trabajan.
Estaba claro que no podía avanzarse hacia el Socialismo sin antes resolver las tareas inconclusas de la tenencia de la tierra: era la vieja demanda de los pueblos originarios perseguidos por los estados nacidos en el siglo XIX, era el anhelo de las mayorías rurales del Continente, era el legado de Zapata, Sandino, Lampiâo, Corisco y María Bonita; era la consigna de “aire libre” enarbolada intuitivamente por las montoneras gauchas orientales de 1904.
No la propiedad sino el acceso a la tierra, el derecho a ser sobre ella productores y no ser, al margen de ella, los condenados de la tierra.
Para no citar solo las consignas de los trabajadores cañeros en los sesenta (“`por la tierra y con Sendic”) recordemos que el Partido Comunista del Uruguay establecía en su XVI Congreso (1955) que el camino hacia el Socialismo pasaba necesariamente por “la revolución Agraria-Anti imperialista”.
La necesidad de esta fase no la objetaban tampoco las fracciones del partido socialista y mucho menos las comunidades anarquistas vinculadas a la tierra ni los sectores disidentes dentro del origen marxista leninista, incluyendo el incipiente “guevarismo”.
La Reforma Agraria era consigna unánime de la izquierda y era vista como pre-requisito para la emancipación nacional y social. Porque en realidad la Reforma Agraria no es socialista.
Ninguna potencia capitalista moderna mantiene latifundios en su territorio.
Pero desde la óptica de los pueblos la Reforma Agraria es un paso necesario hacia un desarrollo sustentable que permita el diálogo entre las tecnologías modernas menos contaminantes con el saber artesanal y rural de nuestros pueblos y sus raíces multiculturales.
No podemos atribuir una perversidad intrínseca a todos los adversarios de la Reforma Agraria.
Hay quienes creen honestamente que hoy es impracticable, que ahora debe estimularse la inversión extranjera para que las empresas trasnacionales exploten el recurso tierra y generen empleo para nuestros pueblos que han quedado tecnológicamente atrasados. Esta idea de que “la modernidad extranjera” nos salva del atraso no es nueva.
Cuando nace el Estado Oriental en 1830 esta es la línea que aplica el primer presidente, Fructuoso Rivera, desalojando pueblos originarios y donatarios artiguistas y “devolviendo” los latifundios a las antiguas familias propietarias, vinculadas ahora a la modernidad y al mercado capitalista mundial.
Dejemos de lado los procedimientos de los que se valieron los ejecutores directos del desalojo (entre ellos el propio Rivera) y pensemos en la lógica, en el proyecto que está atrás.
Tierras en manos de indios, de gauchos o de negros, pensaban los modernizadores, es tierra “desperdiciada”.
Tierra en manos del capital, cuyos frutos cotizan en el mercado globalizado, es progreso y empleos para nuestros pueblos.
No es una idea nueva, es una idea recurrente.
Hasta hoy.
El primer acto legislativo del gobierno frenteamplista fue la aprobación del Tratado de Protección de Inversiones con Estados Unidos. Su política de captación de inversiones estimuló las zonas francas, las pasteras de celulosa, el monocultivo forestal y sojero sin límites ni restricciones.
Ahora desplaza la prioridad alimentaria e impulsa el agrocombustible para los automóviles del Norte.
Y proyecta usar la tierra como cementerio de combustible nuclear.
Por lo pronto, en los años de gobierno frenteamplista, la tierra se extranjerizó como nunca antes.
El agua desapareció de cañadas, esteros y arroyos; la apicultura se redujo a límites históricos.
Las nuevas plagas son el azote de los pequeños productores pecuarios (el otro azote es el abigeato).
La expulsión del campo se aceleró. Las escuelas rurales se redujeron y cerraron a un ritmo que hubiera sido el mejor sueño del profesor Rama. El aumento de la morbilidad y mortalidad infantil por agrotóxicos, las malformaciones infantiles y los abortos espontáneos son datos de los que todos hablan pero que en los datos oficiales son variables mantenidas en secreto.
Claro que mientras los pequeños centros poblados agonizan, las ciudades de mediano porte tienen una nueva oferta de trabajo para jóvenes en las plantaciones de monocultivos.
Y las chimeneas gigantescas, junto a la biotecnología al servicio de las trasnacionales, impulsa al Instituto Pasteur uruguayo y recluta a nuestros jóvenes universitarios más brillantes.
Insisto: no podemos atribuir una perversidad intrínseca a todos los defensores de este modelo impulsor de la inversión extranjera.
Lo que sí percibimos claramente es el mantenimiento a lo largo de la Historia uruguaya, de dos líneas coherentes, consecuentes y antagónicas entre sí en cuanto a la tierra.
Por un lado está la línea de Artigas (“la tierra para el que la trabaja”) que retomó alguna vez la mejor gente de los “blancos”, que intentaron como colonización los batllistas como Berreta y que retomó la izquierda fundacional en todas sus vertientes.
Podríamos llamarla, esquematizando, la línea Artigas-Sendic.
A la otra línea, la opuesta, claramente respaldada por los Amos del Mundo de ayer y hoy, la podríamos llamar línea Rivera- Mujica.





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De la Posta Porteña

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