sábado, 24 de octubre de 2009

A 33 años aún buscan saber la verdad

MARTHA PASSEGGI.
Anatole y Victoria Eva Julien Grisonas: Fueron secuestrados a la edad de: 4 años y Victoria 1 año y 1/2.

Los niños presenciaron el asesinato de su padre Roger Julien, cuando llegaron las fuerzas combinadas del ejército y la polícía al domicilio de la familia; el 26 de setiembre del año 1976,en San Martín, Provincia de Buenos Aires.

Su madre Victoria Lucía Grisonas, luego de protegerles, la sacaron de la casa arrastrándole y nunca más se supo nada, de ellos. Los ñinos fueron llevados al Centro Clandestino de Detención " Automotores Orletti", y luego trasladados a Uruguay.

A 33 años aún buscan saber la verdad.

Hoy se inició el pre sumario de la causa, en el juzgado de la calle Mercedes y Ejido dónde, tuvieron que declarar ante el juez de la causa, lo que recordaban de todo lo que vivieron, para que actue la justicia.

-Sólo piensen un instante, el dolor, el terror que vivieron estos niños-nuestros niños, que hoy regresan a casa, buscando saber qué pasó con sus padres y quienes son sus asesinos.
Ya no quieren ser más víctimas, tienen el derecho de saber la Verdad.

En mi función de fotógrafa-reportera, intenté dejarle a todos ustedes, el afecto que ellos recibieron hoy, de su pares; otros hijos de compañeros nuestros desaparecidos, y de todas/os, los que pertenecímos a la generación de sus padres, brindarle el nuestro cariño.

No fué una tarea fácil...varias veces apagué mi cámara, recordándo los relatos de esos niños abandonados en la plaza de Valparaíso.. de cómo Anatole con 4 añitos, cuidaba de su hermana de año y medio, para que nos los separaran cuando fueron llevados a una casa cuna en Chile, de cómo sobrevivieron a los centros de extermino y torturas.

Hoy ya adultos ambos, sus sonrisas, su fuerza de lucha y coraje son un vivo ejemplo de sus padres.
Por todos ellos:
VERDAD Y JUSTICIA!!!!











Mariana Zaffaroni: "conocer a los compañeros de mis padres"


Cuando el mundo gira en redondo
Fue un emblema de los defensores de los derechos humanos
Sin que ella lo supiera. Luego fue un contraejemplo, acaso también sin saberlo. Hace unos pocos meses se decidió a dar pasos concretos para comenzar a recomponer su historia, y esta semana Mariana Zaffaroni participó en su primera manifestación en tanto hija de desaparecidos.* De ese proceso en marcha conversó con Brecha.

Mariana Contreras/Daniel Gatti




Mariana llegó el lunes a Montevideo. No era su primer viaje. En realidad, ya había venido muchas veces, pero ésta sería diferente.
Se embarcó en Buquebus, de ahí a Tres Cruces, y con sus bártulos a cuestas, y acompañada de su marido, Daniel, en ómnibus hacia Shangrilá. En una escuela del balneario pasaban una película, Vacuum, y ella, Mariana, era algo así como la invitada estelar. La película tiene como personaje central, ausente, a la madre de Mariana, María Emilia Islas, y como testimoniante principal, y de una presencia maciza, a la abuela de Mariana, María Esther Gatti. Vacuum termina con una María Esther dolida, deshecha, diciendo que ya está, que el de Mariana es un caso perdido, que no admite vuelta atrás, que ella, María Esther, ya no aguanta más. María Esther se refiere a la dureza de Mariana, a su negativa a optar por su familia sanguínea y a desprenderse de sus padres adoptivos, que fueron sus apropiadores. Se refiere a esa Mariana, contracara exacta del ícono.

Termina la “función” y Mariana es invitada a hablar. “¿Qué puedo decir?” Dice lo primero que le viene en mente: que las dos películas que tratan directa o indirectamente su historia, Vacuum y Por esos ojos (de Virginia Martínez, muy anterior) acaban en el mismo punto. Y que ella ya no está en ese punto, que la historia ha dado un giro, y que su presencia allí, en ese ambiente en el que le lanzan como torpedos cariñosos frases sobre sus padres, siglas incomprensibles para ella (pvp, roe), nombres, historias que todavía le son ajenas, marciánicas, lo prueba.
Hace muy poquitos meses que Mariana se decidió a dar el paso. Fue vía e mail: “Al fin llegó el día. Quiero conocer a mis padres... y como sólo puedo reconstruirlos les pido a ustedes, que los conocieron, que me los acerquen. De la misma forma, les pido que reenvíen este mail a otros compañeros y amigos que pudieron haberlos conocido para que me puedan contar cosas, chicas, grandes, importantes, nimias, de su militancia, de sus ideas, de lo que hacían y de lo que les gustaba, para poder armar el rompecabezas de quiénes eran”. Así decía Mariana en ese correo electrónico-botella al agua que lanzaba a comienzos de agosto y que muchos sospecharon si no se trataría de una sucia treta propia de algún cerebro maquiavélico de los que abundan en ese otro campo del que Mariana provenía. Pero sonaba muy verdadero. No podía ser un invento.
Algunos no lo pensaron mucho. Augusto “Chacho” Andrés, por ejemplo, compañero de militancia de Jorge Zaffaroni (el padre de Mariana) y de María Emilia, primero en la roe, luego en el pvp, fue de los primeros en responderle.
“Aparecés luego de treinta y tres años, 33, nuestro número. ¡Hermana, bienvenida seas!”, se lee en un mail de Chacho.
Y uno piensa, azorado, qué tanto podría entender la muchacha del guiño orientalo-operretista de Chacho con su referencia cabalística al 33, como luego a las “lecturas teóricas de Poulantzas y del bloque en el poder” que Jorge hacía en su militancia. (“¿Quién es Poulantzas, Chacho?, perdoná mi ignorancia.”) Pero Chacho cuenta otras muchas cosas de aquellos días de terror en que él esperaba, junto a sus dos hijos chiquitos, en la casa de Jorge y María Emilia, saber noticias de su propia mujer, Edelweiss Zahn, que seguramente ya había ido a parar a Orletti. “Llegué a tu casa el 16 o 17 de julio de 1976 acompañado de mis hijos –Julia, de 5 años, y Diego, de casi 4–. Edel, la madre, había caído en la gran redada del día 14. Pasé dos o tres días de locura total tratando de hacer contacto con compañeros que no aparecían, siempre acompañado de mis hijos. Pasé a ser el niñero full-time. Emi y Jorge partían temprano a tratar de ordenar el caos. Tú llorabas un poco, solidaria con Julia y Diego, que lloraban y reclamaban a la madre y los juguetes”, dice Chacho. Y más adelante: “Al segundo día me perdiste el miedo y seguías mis caminatas permanentes por el apartamento. No podía sentarme ni cinco minutos. De repente me paraba y te decía enojado: ‘¿Qué mirás?’. Te matabas de la risa. Yo te hacía morisquetas y nos reíamos los cuatro”. Y le cuenta a Mariana de la militancia anarca de Emi en Magisterio. Hoy Mariana se prende a esos testimonios, quiere ésos, y busca también otros, que le expliquen el porqué. “¿Qué hacía que hicieran lo que hicieron?”, pregunta, y todavía no entiende. Todavía no entiende.

—Vacuum termina en 2008. No hace tanto tiempo. ¿Cambió mucho tu historia desde entonces, tu vínculo con tu abuela María Esther?
—Nosotras pasamos mucho tiempo sin dar a conocer que había un vínculo más estrecho de lo que parecía. Yo no estaba lista para participar en todo esto que está pasando ahora. Si nuestros encuentros se hubiesen dado a publicidad mucho antes, probablemente esto ya habría pasado; entrevistas y esas cosas. No digo que esté preparada ahora, me cuesta un montón, pero en aquella época no podía.
—¿Con tu abuela ahora tenés una relación más estrecha?
—Todo lo normal que se puede con ella viviendo acá y yo allá.
—¿Y en aquel momento qué era lo que más te frenaba?
—Es que tenemos personalidades muy parecidas, entonces, en esa parte donde nos parecemos tanto, chocamos. Chocábamos siempre en los aspectos que a ella le duelen y a mí también. Llegábamos hasta un punto y no podíamos ir más allá. Después, en la medida en que fui procesando un montón de cosas de mi historia pude ponerme en otra posición, en otro punto de vista, y cuando llegábamos a ese punto de conflicto podía seguir igual, hacer de cuenta que no pasaba nada.
—¿Cómo se produjo ese cambio? ¿A partir de qué hechos?
—Es que no hubo un clic, no puedo decir que hubo un día en que sucedió algo en particular. Desde que me encontré con mi familia en el juzgado, en el 92, cuando el juez decidió restituirme la identidad, se empezaron a dar encuentros muy esporádicos. Ellos iban a la casa de mi abuela en Buenos Aires, donde yo vivía. Al principio los encuentros eran muy tensos; nos hablábamos por teléfono de vez en cuando; más que nos hablábamos, me llamaban, yo no los llamaba; y me escribían.
—Eras muy chica todavía.
—Relativamente, a esa altura tenía como 20 años. Me escribían, y yo de vez en cuando contestaba. Cuando podían, iban, nos veíamos un rato. Así, de a poco. Después yo me fui a vivir con mi esposo y tuve a mi hija, entonces con la excusa de ir a ver a la nena, el vínculo empezó a ser un poco más frecuente. En 2002 vinimos por primera vez. Los Zaffaroni organizaron un encuentro de toda la familia que vive en el exterior. Y mi marido y yo nos animamos a viajar; vinimos con la nena, vino Esther, y nos juntamos todos. A partir de allí prácticamente vine de vacaciones todos los años, pero nadie sabía, porque yo prefería que fuera así. Y siempre que vengo la voy a ver a Esther. Hace poco ella fue a Buenos Aires, pero hacía tiempo que no iba.
Lo que sí me produjo un clic fue venir este año, en mayo, a la entrega de la ciudadanía (véase recuadro) y encontrarme con los otros chicos. Para mí ellos son, en muchos sentidos, un referente.
—¿Conocías a alguno?
—A ninguno, pero poder hablar con gente a la que le pasó lo mismo y que en muchos otros aspectos pensamos igual, fue muy importante. Me hizo ver que me estaba perdiendo un montón de cosas en las que antes no había reparado, cosas que podía hacer pero no me animaba, y al ver que otros habían iniciado el camino…
—¿Qué cosas?
—No sé, investigar sobre mis padres o haber ido al acto cuando el local de Orletti fue abierto como espacio para la memoria. En otro momento, primero, no me habría enterado, y segundo, no sé si me habría animado a ir, pero el hecho de que ellos fueran me hizo sentir acompañada.
—Tu caso es uno de los más fuertes, son dos mundos enfrentados en una misma persona. El lunes, luego de la película la gente comenzó a contarte cosas, cosas que tal vez te sean nuevas. ¿Qué te dice eso a vos?
—El desafío cuando empecé a ponerme en contacto con los compañeros de mis padres fue ése, tratar de entender qué era lo que ellos querían hacer, por qué, cuál era la situación. Desde mi “modernidad” es muy difícil entender por qué se hacía, para qué. Frente al resultado una dice: ¿cómo pensaron que esto iba a poder ser así? Es difícil entender, sobre todo en Argentina, donde en la actualidad no hay un concepto de militancia, a la gente no le importa, no participa ni milita, no está afiliada a los partidos. Criada en esa sociedad, cuesta mucho comprender tanto compromiso. He tenido charlas larguísimas con gente y no puedo entenderlo cabalmente todavía.
—¿En tu casa con los Furci tenías el contrarrelato de la historia?
—No. No recuerdo, siendo grande, una charla racional sobre política. Obviamente, la charla ahí era unidireccional, había una sola postura.
—¿Tu padre sí te hablaba de lo que ellos querían, para qué hacían ellos lo que hacían?
—No. Tampoco sé si él tenía muy claro qué era lo que pensaban los del otro lado. A él simplemente le habían dicho que eso no podía ser. Listo, no había mucho más.
—Cumplía órdenes.
—De alguna forma. Pero más allá de cumplir órdenes creo que mucha gente no tenía claro, dentro de las organizaciones del Estado y en la sociedad misma, cuál era el discurso de los grupos que planteaban un cambio.
—Cuando empezaste a conocer la otra parte de tu historia, a contraponer ambas realidades, ¿en qué lugar quedó tu otra familia, la que te apropió? ¿Te viste enfrentada a cuestionarlos?
—Mi búsqueda, mi necesidad de conocer a mis padres y lo que ellos pensaban es demasiado reciente. Todavía no valoré nada, todavía estoy en el medio del torbellino, recibiendo información por todos lados. Cuando esto se tranquilice tendré tiempo para procesar. Pero todos los cambios que fui teniendo en mi forma de ver las cosas y de pensar fueron tan graduales que no hubo un momento en que yo me paré a decir “a ver, tengo esto y esto otro”. Se fue dando, todo en mi vida se fue dando. Creo que el año bisagra es éste. Hasta ahora todo iba por un camino, se iban agregando cosas de a poquito, de una manera normal. De cualquier manera, mi familia de allá me acompaña como puede.
—¿Los ves habitualmente?
—Sí, me acompañan desde donde pueden; tampoco les voy a pedir más que eso, porque me imagino que no debe ser fácil. Él cumplió la condena que le correspondía y después de eso se terminó. No tuvo vinculaciones con ninguna otra causa, como sí les pasó a otras personas de las fuerzas, que cumplieron una condena y después entraban por otra y por otra.
—Vos decís que te acompañan hasta donde pueden, pero ¿vos compartís tu historia con ellos, les vas contando tus descubrimientos?
—No, no sé cómo explicártelo. Me siento incómoda hablando de estos temas porque sé que pueden causar dolor, entonces trato de evitarlo.
—¿Tenés vínculos con gente de tu edad que haya pasado por situaciones similares?
—No, sólo con los chicos (los otros hijos de desaparecidos), a quienes conocí ahora en el viaje.
—En algún lado leí que durante todo este tiempo vos no sabías la dimensión del significado de tu nombre, de tu foto, en Uruguay. ¿Es así?
—Me di cuenta cuando vi toda la gente que se acercó a la entrega de la ciudadanía ilustre en la Intendencia. Todavía no me acostumbro, es difícil. Mi familia siempre me resguardó. Me decían: “Tu caso fue muy importante, había muchos afiches”, pero quitándole importancia para no agobiarme con esa idea de que “mirá que vos acá sos un ícono”.
—¿Qué es lo que más te ha llamado la atención de lo que te contaron de tus padres los que respondieron a tu mail de agosto?
—Ayudame –le pide a Daniel, su esposo.
—No sé…, por ahí el compromiso de ambos…
—Sí, que después de la caída de junio y de julio del 76 mi padre quedó ahí, tratando de ver cómo continuar. Me dicen que no se quiso ir hasta tratar de salvar a la mayor cantidad posible de compañeros. Eso es algo que siempre me llamó la atención, jugarse de esa forma.
—¿Y de tu madre?
—Lo que te voy a decir es una tontería.
—No importa.
—En uno de los mails que me mandaron una persona se refería a ella como “la gorda”, y luego pone, “no era gorda, era redondita”. Me quedó muy marcado, porque nosotros siempre decíamos que nuestra hija del medio “es redonda, es redondita”, y me marcó que usaran esa misma palabra que yo uso para mi hija.
—¿Cuántos hijos tienen?
—Tres. De 9, 5 y 3 años.
—¿Y la más grande ya conoce la historia?
—En una versión muy azucarada. Se enteró a raíz de que en Argentina el día del golpe de Estado es feriado nacional y Día de la Memoria. Cuando trataron el tema en el colegio les dijeron que investigaran en casa, a ver qué les podían contar los padres, y yo aproveché para contarle, muy poquito.
—La política es no mentirle, darle a entender con palabras que ella pueda comprender con su edad –dice Daniel.
—Sí, sin hacer hincapié en la cosa violenta, en la cosa fea, sino: pasaba esto, había gente que pensaba así, otra que estaba en contra, y éstos no querían que nadie pensara distinto, entonces los perseguían, a algunos los mataban. Ella se conformó con esa respuesta, así que no preguntó nada más. Por ahora vamos marchando.
—¿Hay fotos de tus padres sanguíneos en tu casa?
—Las tengo en la repisa; están mi foto y la de ellos; lo mismo que la plaqueta que me entregaron ahora. Incluso cuando Carlos D’Elía o Macarena Gelman (otros hijos de desaparecidos) vienen a casa, Agustina pregunta: “¿Ellos son como vos?”. Yo le respondo que sí, que les pasó algo parecido a lo que me pasó a mí pero que no diga nada, porque yo no sé cómo lo toman las demás familias. “Ah, bueno”, me dice.
—Y con tu entorno, tus amistades, ¿cómo hiciste?
—De la época en que me cambiaron el nombre muchas amistades no me quedaron, tengo uno o dos amigos. En ese momento no podía no decirles, porque salió en todos los diarios, y me quedaron muy pocos. Después, en todos lados donde tuviera que presentar documentos era Mariana Zaffaroni, no había muchas más explicaciones que dar. La gente de más confianza, mi familia, mis amigos, me siguen diciendo Daniela, pero no es que trate de ocultarlo, al que me pregunta le digo, y si no, no. A los amigos que tengo ahora se los habré ido contando, no me acuerdo.
—¿Cómo estás viviendo estos días en Montevideo? ¿Qué significa para vos acompañar el plebiscito para anular la ley? Llegaste justo cuando la ciudad parece entrar en ebullición, porque hasta ahora la campaña fue chata.
—Me invitó Macarena Gelman. Yo tenía pensado venir en octubre por unos trámites, y cuando vi que eran fechas coincidentes, me dijo: “Mirá, a mí me parece importante. Si vamos nosotros puede servir”. Y enseguida le dije que sí, porque, aunque no tengo mucha conciencia de lo que puede significar mi presencia, creo que si ayuda es positivo. Más allá de que yo no soy de los que dicen ni olvido ni perdón, no estoy en esa cosa de venganza ni de revancha, sí quiero saber qué pasó con mis padres. La anulación de la ley permite que eso se pueda investigar; al menos quita trabas. Luego se llegará hasta donde se llegue.
—¿Nunca le preguntaste a Furci si sabía algo de tu padre?
—Conoce la historia hasta que a mi padre se lo llevaron, no sabe más que eso, o yo no me animo a preguntarle más que eso.
—¿Te da miedo de que realmente sepa?
—Tal vez un poco, en el fondo, sí.
—¿Vos hasta qué punto conocés la historia?
—Conozco las versiones que saben todos: que hasta el 30 de setiembre con seguridad estuvieron en Orletti. Que el vuelo salió aproximadamente el 5 de octubre y que lo más probable sería que estuvieran en ése. No sé si ellos se murieron allá, si abordaron el vuelo, si llegaron acá, si quedaron en el camino. Hay versiones de que estuvieron un tiempo acá y después decidieron matarlos, pero no hay ninguna certeza, ni nadie que pueda testificar, al menos no quienes han testificado hasta ahora.
—Tu abuela María Esther contó en el libro Mariana, tú y nosotros que más de una vez, cuando estaban casi llegando a vos, tus padres adoptivos huían contigo, viajaban a Paraguay, por ejemplo. También contó de las cartas que recibía, escritas por Furci, con tu firma de niña, en las que decías que no querías saber nada con tu familia biológica. ¿Cómo ves esas situaciones, en perspectiva?
—En ese momento lo vi –y creo que lo sigo viendo ahora– como intentos de mis padres de que no nos separaran. Yo no estaba en edad de elegir, y si hubiese querido elegir no me habrían prestado atención.
Las cartas las firmé yo, pero por supuesto que no las escribí. Creo que intentaban ganar tiempo hasta que llegara un momento en que pudieran respetar lo que yo quisiera. Darme tiempo para que cuando yo quisiera pudiera conocer, pero sin separarme de la familia que me había tenido, con la que yo estaba y estoy encariñada, y que estuvo y está encariñada conmigo. No le busqué mucha más explicación que ésa.
—¿Nunca pensaste que esas cartas, esos viajes, fueron algo equivocado?
—Es muy difícil juzgar lo que pasó ayer con la visión de hoy. Puedo decir “yo habría hecho las cosas de distinta manera”, o “las habría hecho igual”, pero hay que estar allí para decidir qué es lo que hay que hacer. Yo era una nena de 10 años, me decían “esto hay que hacerlo para que estemos juntos”, y yo quería estar con ellos, entonces si había que hacer eso, para mí estaba bien. Con el paso del tiempo no me pongo en el papel de juzgar si lo que hicieron está bien o está mal, cada uno hizo lo que consideró en ese momento.
—¿A qué te dedicás en Buenos Aires?
—Soy profesora en la Facultad de Derecho. Enseño teoría del derecho, filosofía del derecho y derecho romano. Son materias que me encantan, aunque mis alumnos dicen que son aburridas.
—¡Abogada!… el mundo gira en redondo.
—Sí, probablemente.

* El martes 20 Mariana participó en una conferencia de prensa junto a otros hijos de desaparecidos: Macarena Gelman, Amaral García, Victoria y Anatole Julien y Carlos D’Elía. Un par de horas después marchaba por las calles de Montevideo, junto a su abuela María Esther y el retrato de su madre. Fue su primera marcha. En mayo, ella y otros hijos de desaparecidos habían sido declarados ciudadanos ilustres de Montevideo.



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