viernes, 25 de noviembre de 2011

La verdad y la justicia como patrimonio popular



Picasso: La justicia francesa ha llamado a declarar a Pierre


LA VERDAD Y LA JUSTICIA COMO PATRIMONIO POPULAR QUE RECLAMA DENUNCIAS 
A GRANEL DE TODOS LOS HUMILLADOS DEL "PROCESO" Y DEL POST PROCESO


La mujer tomaba nota, tecleaba nerviosamente, trataba de mantenerse psicológica y emotivamente distante de las connotaciones surgidas de los relatos que venía escuchando desde las primeras horas del día.

Ponía el máximo de empeño en tratar de no “involucrarse”; la elección de su tarea profesional, supone eso, no involucrarse, permanecer “neutra” e “imparcial” frente a situaciones aparentemente ajenas para las que no se concibe, “profesionalmente”, ninguna manera del involucramiento, ningún sentimiento que te haga sentir de un lado o del otro de la tragedia capitalista.

Lo que dejarà registrado en el papel, será el insumo "objetivo" para que decidan "imparcialmente" fiscales, jueces y, tal vez, alguien más que ella no conoce y nunca conocerá.

Con sus apenas 40 años de edad, con su vida de papeles y más papeles y sellos y más timbres y cláusulas frías del código penal, no había podido comprender muy bien hasta hoy los orígenes del larguísimo capitulo histórico que, declaración tras declaración, venía registrando con una vetusta computadora llegada al país mucho después de los acontecimientos previos al golpe de estado institucionalizado el 27 de junio del año 1973.

Le costaba entender la cacería humana de los ´70 / ´80, cuando ya las organizaciones políticas armadas estaban prácticamente desmanteladas y sin la más mínima posibilidad de rehabilitación en el Uruguay que para salvarse como “tacita de plata” de ganaderos y banqueros, había apelado al asesoramiento de asesinos y torturadores a sueldo (los Dan Anthony Mitrione) proporcionados generosamente por la CIA, el Pentágono y algunas instituciones herederas del “tercer Reich” desparramadas por toda Latinoamérica.

Cuando la mayoría parlamentaria de blancos y colorados delegó en las FF.AA., a mediados de 1972, toda la responsabilidad política del combate a la “izquierda radicalizada”, no había ocurrido otra cosa que lo que ocurre invariablemente cuando la clase dominante ya no puede seguir controlando cómodamente el juego de la “mosqueta” de la democracia burguesa: recurre a la violencia extrema, apela al fascismo liso y llano, desnuda la verdadera naturaleza político-ideológica del poder burgués desbordado por las mismas circunstancias sociales que él generó y que ya no puede seguir digitando a través de los “buenos modos” cotidianos con los que “normalmente” se esconden o disfrazan los contenidos despóticos del modo de producción capitalista y sus variadas expresiones políticas sistematizadas; eso que llamamos “el sistema”, “el régimen”… Eso que en general no existe en la limitada rutina registral de un escribiente del “poder judicial”…

Cuando blancos y colorados les abrieron gentilmente las compuertas del curro gubernamental a botones y civiles asociados en la represión y la prepotencia, la funcionaria tenía apenitas un par de años.

Ni entonces, ni ahora, podía entender así nomás que en definitiva los “profesionales” de la explotación y la opresión perpetuas, les habían dado a los militares la oportunidad de compartir un espacio de sometimiento popular y mega-corrupción descomunal que hasta entonces era monopolio únicamente de pituquitos y cuzquitos nacidos en “cuna de oro” y crecidos rascándose las bolas, aunque con pomposos títulos que en general tenían que ver precisamente con las actividades de la funcionaria: la “justicia”, el “poder judicial”, esa cosa etérea y mística que estuvo totalmente ausente en el período del “proceso” y mucho después, también.

Inevitablemente, la funcionaria debe haberse preguntado qué pasó que ningún juez o fiscal se atrevió a desafiar la omnipotencia de los fascistas asociados; por qué no hubo uno sólo de sus patrones, que, actuando “de oficio”, interviniera tratando de poner al menos algunos límites a la carnicería gorila practicada en nombre de la “patria” y la “tradición”…

¿Por qué a lo sumo hubo unas pocas abogadas y unos pocos abogados dispuestos a ello, pagando la mayoría con persecución y exclusión laboral de por vida un celo profesional y una ética que los llevó a hacerle frente a los cobardones que creían que serían intocables e invulnerables de por vida?.



Nacida a principios de los ´70, la vida infantil y la pre adolescencia de esta mujer, se desarrollarían en plena dictadura; en su casa se hablaría poco y nada “de política”, seguramente habría una serie de temas que estarían tácitamente prohibidos; el terrorismo de Estado industrializado y enquistado como tumor letal, harían de ella una más de entre los cientos de miles a los que la dictadura quiso vaciar de razón y sentimientos totalmente…

En la escuela y el liceo, Artigas no sería otra que el nombre de un “héroe” imposible sin ideas ni principios, apenas un ex contrabandista cholulo y putañero que gustaba rodearse de indios groseros y negras bembonas, degustando el amargo servilmente cebado por un milico alcahuete que no servía para otra cosa que para cebar mate, parecido a la tonta imagen cuartelero-batllista con que se nos había embagayado desde principios del siglo XX: el estereotipo inofensivo y pintoresco del milico que está en el cuartel para rascarse el higo a semejanza de sus patrones, los Bordaberry y los Cuqui Lacalle de la crema pseudo aristocrática férreamente aliada y servilmente sujeta a los dictados de los referentes imperiales de turno.



Cuando la compañera que acababa de declarar en esta avalancha masiva y gigantesca de denuncias por torturas con prescriptibilidad o sin ella, levantó la vista del par de actas presumariales en las que estampó su rúbrica clara y resuelta, vió en los ojos de la actuaría la humedad muda y desconsolada del que siente que el cielo se le vino encima, que la verdad la abrumaba con más fuerza que mil argumentos, que lo de ayer no es lo de ayer y que lo de hoy es lo de siempre…

Y que por algo las zurditas y los zurditos te siguen escribiendo y pronunciando la palabra “justicia” entre comillas, como si las comillas fueran la representación visual del par de rejas que en realidad deberían lucirse en el blasón emblemático de un “poder judicial” para nada independiente de un poder integral egoísta, parásito e infecundo, fundado precisamente en la más absoluta ausencia de justicia, de igualdad y de libertad.



Cuando la compañera “denunciante” se levantaba para irse, se oyeron unos golpes impresionantes sobre chapa y unos desgarradores gritos de mujer que reclamaba que el juez le tomara declaraciones.

-- Es una detenida en una de las celdas presumariales, está presionando para que la saquen de ahí; esto es común aquí, pasa todos los días— “aclaró” muy circunspecto el botón-burócrata apostado a las puertas del despacho de la jueza, preguntando a su vez qué hacía allí tanta gente que no tenía pinta ni de rastrillos ni de protagonistas de violencia doméstica o cosa semejante, como la que gritaba tras el portón del calabozo.

-- ¿Nosotros qué hacemos?... Nosotros vinimos a denunciar a tus jefes por tortura y asesinato, a eso vinimos…



Cerca de medio centenar de torturadas y torturados del “proceso”, deambulan desde hace unos días de oficina en oficina del aparato estatal uruguayo, para dar nombres y apellidos de militares y civiles amparados por la Ley de Impunidad que sigue vigente para un Estado que se ha hecho cargo de palabra de su culpabilidad en la consumación reiterada y sostenida de brutales delitos de lesa humanidad y de salvajes vejámenes de obreros y estudiantes, de vecinas y vecinos con sus hogares desvalijados y escarnecidos por la patota cuartelera, de gurisas y gurises a los que se perseguía por lucir minifalda y subversivas melenas o bigotitos por debajo de la comisura de los labios, en las pequeñas càrceles que eran los liceos y las UTUs del gorilaje cagón.



Los que peregrinamos ampliando declaraciones de juzgado en juzgado, no representamos a nadie más que a nosotros mismos. No hacemos denuncias en nombre de ningún vecino, pero sí podemos decirle a todos y cada uno de ellos, que cada cual puede hacer lo mismo que nosotros, que nunca es tarde cuando la justicia se busca desde abajo, desde los bajos fondos de un pueblo que todavía tiene abiertas las úlceras de doce años y más de un fascismo que ni volvió a matear apaciblemente en los cuarteles ni dejó de odiar como bestias a la juventud, a los trabajadores, a las vecinas y los vecinos del barrio, a la humanidad entera que no vive del sudor de otros y que en general aguarda pacíficamente que haya JUSTICIA.

Las víctimas más directas de los verdugos con y sin uniforme --pero no las únicas, ni qué hablar--, no podemos denunciar en nombre de otros, pero sí podemos hacer –por todos los medios que el mismo sistema ideó para su propia defensa— la más amplia difusión de la posibilidad y la necesidad de denunciar todo lo que sintamos como violación de los Derechos Humanos, no solamente las de ayer o del “pasado reciente” (como les gusta decir a los politólogos), sino las de hoy mismo, las de todos los días y todas las noches, las que tolerándolas hoy, tal vez estemos avalando de hecho las más groseras y más duras esperables de un posible futuro que no hay que ser bicho de mal agüero para sospecharlo al menos en las ensoñaciones neo-nazis de la burguesía y sus siervos siempre listos.

Porque el Estado que en los papeles reconoce culpabilidades hacia atrás, sigue siendo el mismo Estado que no las quiere reconocer en el presente ni siquiera en el papel, en este hoy por hoy donde los derechos humanos son letra muerta en grandilocuentes declaraciones de organismos internacionales y enciclopedias ilustradas de la cultura burguesa decadente e impotente.



No hay nada engorroso ni fuera del alcance de cualquier mortal en esto de denunciar la impunidad capitalista perpetua. No solamente es posible y necesario: en los encuentros colectivos que inevitablemente se suceden una vez emprendidas las merecidas acusaciones, se genera y potencia una forma de la unidad del pueblo que nunca sucumbe, que es indestructible, porque se funda en la sensibilidad y la moral elementales pero insobornables de los más humillados resueltos a no seguir callando ni perdonando de por vida. La gente decidida a escrachar a los poderosos colectivamente, desarrolla enseguida un espíritu de cuerpo, un sentido de pertenencia, unos lazos subjetivos, tan pero tan fuertes, que muy pronto comprende cabalmente aquello de que “nada debemos esperar, sino de nosotros mismos”… Nosotros mismos, unidos, organizados, sólidamente amalgamados en cuerpo y alma, hayamos sido presos políticos o no.



Estos divagues medio voluntaristas parecerán poco creativos, poco analíticos, pobres políticamente y hasta políticamente "incorrectos", de perspectivas inciertas y muy aleatorias, pero lo que nadie puede negar es que el principal valor ideológico que coloca ante nuestros ojos como cosa indiscutible, como principio, un horizonte de vida humana y social queribles por los que vale la pena sacrificarse, es el valor intrínseco del sarampión espiritual provocado por la injusticia. Esa cuestión de piel y de oprimido que nos dice que nadie nació para ser bestia de carga de nadie ni para recibir latigazos metiendo la cola entre las patas o mirando para el costado cuando vemos a alguien caer reventado por la tortura interminable de la explotación y la alienación capitalistas.



¡Hace falta, mucha falta, reavivar las fibras genéticas del poder popular desde la epidermis, desde aquellas vibraciones básicas que –más allá de errores y aciertos— hicieron posible que miles y miles, hace un rato nomás, apenas 50 años, nos dijéramos “¡no va más!” y cerráramos nuestros puños y abriéramos nuestras bocas para enfrentar al principal productor de injusticia de la historia humana: el capital imperialista, las castas burguesas, las multinacionales, que no son solo del “primer mundo” y que están también aquí, paseándose en un crucero del placer que les dura toda la vida y que se transmiten de generación en generación cual señoritos feudales tocados por la varita mágica del único dios que los ilumina: el de la avaricia y la haraganería totales, el de las mafias señoriales que son también las que asesinan a nuestros hijos con las guerras de rapiña y con la pasta base prolijamente diseminada a unos metros del liceo o de la escuela, en nuestras propias narices, acostumbrándonos a una resignación neciamente fatalista contra la que hay que rebelarse siempre, aun cuando estemos en pañales en materia de “condiciones subjetivas” que, como siempre, se alcanzan en la lucha, que es la forma de la existencia de los explotados y los oprimidos que no caen en la trampa del conformismo y del “es lo que hay, valor”!!!.


"Sean capaces siempre de sentir, en lo más hondo, cualquier injusticia realizada contra cualquiera, en cualquier parte del mundo. Es la cualidad más linda del revolucionario." (Ché).-



Gabriel Carbajales, 25 de noviembre de 2011.-


Los pájaros prohibidos



Testimonios de ex presas abusadas sexualmente

Conozca lo que pasó

Celda 222
Ana es militante del Partido por la Victoria del Pueblo, integra la Mesa Permanente contra la Impunidad, así como la Asociación de Ex Pres@s Polític@s del Uruguay (CRYSOL). A su vez, es una de las 28 mujeres que participa del grupo Denuncia con el cometido de acusar los abusos sexuales realizados durante la pasada dictadura militar uruguaya. Esta es su historia.
El 20 de Julio de 1972 un grupo de militares la secuestró de su casa por su vínculo con la Organización Popular Revolucionaria 33 Orientales (OPR33). Allí dejaron montada una ratonera gracias a la cual fueron detenidos al otro día el diariero -se lo mostraron luego de apalearlo-, su madre, una tía, el esposo de ésta y el hijo de ambos. A partir de ese momento Ana, con 20 años de edad, estuvo desaparecida por nueve meses y presa por seis largos años.
Primero la llevaron al 4º de Caballería, luego al 9º, después a la Escuela de Armas y Servicios y por último al Penal de Punta de Rieles: en el medio tuvo una larga estadía en el Hospital Militar debido a un tratamiento que le aplicaron porque supuestamente padecía el Mal de Koch o Pot (tuberculosis en los huesos), enfermedad diagnosticada por el médico Nelson Marabotto pero que en realidad nunca tuvo. Una de las secuelas de dicho tratamiento fue una polineuritis medicamentosa con la cual convive hasta el día de hoy.
Ana acudió desde un principio al llamado que se hizo para denunciar la violencia sexual que sufrió durante el terrorismo de Estado. Tiene la fuerte convicción de que es hora de que se conozcan las atrocidades que vivieron. “Denunciamos por un compromiso moral. Yo no quiero que ésto vuelva a pasar, hay gente que vive en el limbo y no tiene ni idea de que todo ésto sucedió. También pensamos en las mujeres que siguen siendo violadas en todos los ámbitos sociales. Pretendemos que estos delitos no se sigan callando”. Mientras abraza a su nieto de tres años me mira y dice: “Pensando en ellos también, que nunca les vaya a pasar lo que vivimos nosotros”.
Violencia sexual: herramienta para torturar
El grupo denuncia que la violencia sexual fue aplicada sistemáticamente a mujeres y hombres durante todo el proceso de dictadura. La utilizaron como una herramienta para “denigrar y destruir al ser humano”.
A Ana le cuesta mucho decirme que la violaron, que fue en tres oportunidades. Todos podemos pensar que es uno de los hechos más horribles y asqueantes de su vida pero nunca vamos a poder entenderla cabalmente, y ella lo sabe. Así lo escribió en el texto de su denuncia: “Fui llevada por el Sargento Gómez a dialogar con (Gilberto) Vázquez. (…) Comenzó a tocarme y el terror se apoderó de mi ser entero. Siempre había pensado que si alguna vez estaría expuesta a eso, me defendería, lo patearía, mordería, pero no lo hice, quedé inmóvil. Recuerdo su cara déspota cuando me mandó devolver al calabozo, el tono burlón de Gómez cuando me llevaba. Desde esa noche algo se murió en mí, me sentí sucia, maldije mi género, no lograba entender por qué no me había defendido, era la peor tortura. Dos noches después se repitió la pesadilla, esa vez intenté defenderme, zafarme, le gritaba, pero no logré detenerlo”. (…) “Luego me llevaron al 4º de caballería, careos, plantones y Vázquez nuevamente, me despertaba asco, pero debo reconocer que le temía realmente. Cuando me llevaban rumbo a Punta de Rieles me preguntó socarronamente si se me había pasado el miedo, a lo que yo le contesté: ‘lo peor lo viví aquí hace unos meses’. Se burló de mí y me dijo: ‘No existieron violaciones, fue todo hormonal’. Me sentí muy mal, y me seguí torturando”.
Ana contó que no sólo abusaban de ellas sino que las molestaban: “En el noveno se quedaban nuestras bombachas como trofeo, las colgaban. A veces venían de noche y te levantaban las sábanas mientras dormías”. Lo mismo pasaba cuando las interrogaban, si no hablaban las amenazaban con llevarlas al “cuarto de las papas”. Así le llamaban los torturadores a cualquier cuarto cerrado que les permitiera abusar de sus víctimas.
El Talón de Aquiles
Los militares estudiaron para torturar, estaban preparados para ello. Sabían lo que le dolía más a cada uno, tanto en el plano físico como psíquico. El punto débil de Ana era la maternidad. Un año antes de caer presa falleció su primera hija con pocos años de vida. Se llamaba Daniela. Gilberto Vázquez se aprovechó de este hecho traumático, la amenazaba con llevarla al cementerio donde estaba enterrada su hija y abrirle el cajón, para lograr que hablara.
Usaban la maternidad en su contra todo el tiempo, tan es así que cuando se enfermó los médicos le dijeron que iba a quedar estéril. “Yo quería morirme, y algo les creí porque había leído sobre la enfermedad y sabía que era posible. Eran macabros”.
Una vez liberada, como la mayoría de los ex presos políticos, Ana siguió ligada a la represión. Quedó en libertad vigilada y debía firmar todas las semanas para comprobar su presencia en el país. El día en que debía dar a luz a su cuarta hija tenía programada una cesárea a las 16 horas. “Fui a la una a firmar y pensé que a las tres ya podía irme para el Casmu. ¿Puedes creer que me tuvieron de plantón hasta las cuatro? Estaba con mi hijo mayor que en ese momento era chico y estaba insoportable y se hizo pichí encima porque no podíamos ir al baño. Cuando vino el teniente le dije: ustedes son locos. Me dejaron ir. Cuando llego al sanatorio mi marido y la doctora estaban en un ataque”.
Para quienes luchaban contra la “subversión” que un militante fuera mujer era un “doble pecado”, lo cual se lo hacían sentir permanentemente a las presas. “Para ellos te habías rebelado frente a las leyes de la sociedad, en las cuales las mujeres están para tener hijos y cocinar. Nosotras habíamos optado por otra cosa. Nos decían: vos te lo buscaste, o te hacían sentir que te habían usado, a mí me lo decían permanentemente”, contó Ana.
Después del infierno…
El abuso, la represión y el maltrato dejaron secuelas físicas y psíquicas en las víctimas. Si bien Ana ha hecho terapia, 30 años después de lo sucedido no ha logrado abrirse, dejar de sentir culpa, inclusive llorar. “Me han pasado cosas horribles, se murieron mis padres, mi hijo tuvo un accidente espantoso y alguna lágrima se dispara pero no lloro”. Tampoco le contó a su familia cómo fue abusada. Ella piensa que sus hijos lo saben, pero nunca se lo preguntaron. “Nunca lo pude hablar con ninguna de mis dos parejas. Lo intenté muchas veces y no pude. Y con mi segundo esposo, que estuvo preso, hablábamos de la tortura física, pero de esto otro no. En un momento mi marido me llegó a decir: la guerrillera mató a la ternura. Porque yo me trababa, había una parte de mí que no quería saber nada con tener relaciones, me acordaba de Gilberto Vázquez y chau. Recién se lo pude contar a una psicóloga por primera vez en el 2009”.
Lo que me pasó lo viví durante toda mi existencia como una culpa”. Ana, como la mayoría de las víctimas de violación, se reprocha el no haber tenido fuerzas suficientes como para defenderse. Durante los años de cárcel junto a sus compañeras, nunca lo contó. La estigmatización y el pudor con respecto a lo sucedido les impedía hablarlo. Las ganas de salir adelante y el no aferrarse al pasado también jugaron un rol importante. “Hoy me doy cuenta, gracias a la terapia, que yo no podía hacer nada en ese momento; de todas maneras hay una parte que no quiero dejar salir y todavía me hace sentir mal. Es como que lo guardé, lo cerré con mil llaves y las tiré”. Ana asegura que la culpa persiste hasta el día de hoy.
La denuncia
Con la Ley de Caducidad todavía vigente y la discusión de la prescriptibilidad de los delitos realizados durante la dictadura, muchas mujeres que tenían planeado denunciar dejaron el grupo por miedo a que sus esfuerzos y la exposición que iban a sufrir no sirvan de nada. Ana confirmó que temen ser revictimizadas una vez presentada la denuncia. “Nuestra expectativa es que sirva. La única batalla que se pierde es la que no se lucha. Además, ¿Qué ejemplo le dejamos a las nuevas generaciones sino peleamos por esto? No es justo”. También dejó en claro que si son llamadas a careos, lo van a evaluar, son conscientes de que puede pasar pero no quieren enfrentarse a eso. “A veces pienso que si lo veo (Gilberto Vázquez) lo golpeo por todos los años que me hizo sentir que una parte de mi era sucia. Él está preso pero nunca lo denunciaron por esto. Hay compañeras que les asusta eso, no los quieren ver”.
Es la primera vez que Ana se enfrenta a lo que le sucedió. Quiere gritarlo a los cuatro vientos pero todavía hay miedos que la frenan. Afirma que contarlo es como volver a vivirlo, por eso se vuelve tan difícil, por eso tantas compañeras no quieren ni pueden hablarlo, menos denunciarlo.
Florencia Pagola

Violaciones y abuso sexual sistemático en la dictadura


Quizás el aspecto más impactante de la denuncia que 28 ex presas polìticas realizaron el viernes 28 ante un juez penal es la convicción de que la violación y el abuso sexual fue masivo y sistemático a lo largo de toda la dictadura. La agresión sexual en todas sus formas fue, como las prácticas de tortura, una herramienta para destruir al prisionero, para doblegar la voluntad, para lacerar el cuerpo y el espíritu.
Nunca hasta ahora se había presentado una denuncia colectiva sobre estas prácticas comunes en los centros clandestinos de detención. Ya no es posible argumentar -como en su momento se dijo de los asesinatos y las desapariciones forzadas- que se trató de un exceso puntual, de un episodio aislado. El informe elaborado por Sala de Redacción, los testimonios de las víctimas, las opiniones de psicológos, revelan el horror y la degradación de este costado todavía no asumido del terrorismo de Estado.


¿Qué haría usted si mañana volviendo a su casa un hombre la mete en un auto y la viola? Probablemente al reunirse con su familia les cuente lo ocurrido y juntos vayan a hacer una denuncia. Seguramente se sentirá  ultrajada, humillada, dolida, impotente, por lo que le acaba de pasar, pero entenderá que realizar la denuncia es la única vía para que el hombre que la atacó pague por lo que hizo y no abuse a otras mujeres.
Ese es un razonamiento lógico al que seguramente muchos adhieran. Es una reacción acorde a las circunstancias. Imagínese ahora que el funcionario que le toma la denuncia es el mismo señor que la violó, y el juez que decidirá en la causa también tiene el mismo rostro de quien la violó. Y todo el sistema legal y político descansa en la moral de quien la violó.
En esas circunstancias puede entenderse que las víctimas de violaciones y abuso sexual durante la dictadura tuvieran miedo de denunciar a sus violadores, que también eran sus torturadores, sus carceleros, sus verdugos.
A 26 años del restablecimiento de la democracia y la liberación de los presos políticos aun hay cosas que no sabemos. Hay personas que siguen impunes por delitos cometidos hace más de treinta años. A partir del coraje de algunas mujeres se explicitan nuevos crímenes.
Son 28 ex  presas de la dictadura, de varios sectores políticos, que estuvieran detenidas en diferentes momentos pero que sufrieron lo mismo: violencia sexual, otra cara del plan sistemático que operó en las dictaduras del Cono Sur. Denuncian a militares, policías, médicos y funcionarios del Hospital Militar, más de 150 acusados en total.
Por violencia sexual se entiende la desnudez impuesta, la tortura en los genitales, manoseo constante, amenazas de violación y violaciones consumadas. Según indica la denuncia presentada “la violación sistemática de los derechos humanos de las detenidas, con particular énfasis en su condición de mujeres, se traduce indudablemente en violencia de género ejercida por agentes del Estado sin que las detenidas pudieran recurrir a ningún tipo de autoridad en su defensa”.
Es triste decir que las violaciones no eran lo más grave, en el afán de destrucción de los detenidos y de los grupos sociales y políticos; las torturas sexuales se realizaban cumpliendo un plan minuciosamente elaborado, general y sistemático. Seguramente en el desarrollo de esa estrategia, los torturadores contaban con que frecuentemente las víctimas de violación no hablan de lo que les pasó, por vergüenza, por culpa, una culpa que instalan los mismos violadores.
Los abogados apelan en el escrito ―presentado el viernes 28 de octubre― a la jurisprudencia internacional y a los tratados multilaterales que nuestro país ha adoptado, acerca de los crímenes de lesa humanidad y en particular al fallo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso Gelman, que insta al Estado a “investigar, perseguir y juzgar a los responsables (…) sin impedimento de ninguna ley de caducidad, prescripción, amnistía o institutos análogos”.
Es difícil de entender que una persona guarde durante tanto tiempo un secreto, amparando de esa manera al autor de un delito. Muchas de las víctimas no pudieron hablar ni siquiera con sus familias de lo que debieron padecer estando detenidas. Parece que como sociedad tampoco queremos saber qué pasó; ocasionalmente hemos oído de algún caso, un trascendido, algún comentario, alguna crónica, pero no nos ofrecemos para compartir la carga de la mochila. ¿Cuál sería el argumento para que un violador esté impune? Un pueblo sin memoria está condenado a repetir su pasado y la única manera de dar vuelta la página en algunas cuestiones es a través de la justicia.
Las consecuencias de lo que vivieron algunas mujeres prisioneras décadas atrás se pueden ver hasta el día de hoy. Muchas vieron afectada su vida sexual, su vida íntima, la culpa les generó depresión. Los abogados exigen que “la respuesta a las víctimas también debe darse desde la clase política mediante políticas públicas que garanticen la no repetición de estos hechos, de lo contrario el riesgo será que la violencia contra las mujeres se perpetúe”.
En el camino hacia la justicia el primer paso es la denuncia. El grupo de denunciantes ha pasado por un largo proceso de elaboración antes de poder acercarse al juzgado. Al hablar con ellas se podría decir que aun les cuesta nombrar lo que sufrieron, y que les sería muy difícil tener en frente a sus victimarios. Es comprensible que no quieran tener cerca a quienes les generaron tanto dolor. Pero entienden que es necesario, para que la justicia pueda ejercerse,  acusar claramente y citar los hechos con el mayor detalle posible.
Las violaciones y la violencia sexual en general se considera delito de lesa humanidad en tanto es un “delito cometido en masa contra la población civil, por agentes de Estado y amparados por dicho poder. Se dirigían a la intimidación de grupos identificados por ideas políticas y su comisión ofende gravemente a la humanidad en su conjunto”.
Puede que al llegar tan tarde no sea justicia, pero hay que ir sentando precedentes. Hay que denunciar.
Lucía Pedreira

“Ellos siguen trabajando en nosotras desde hace 30 años”

El 29 de agosto de 1978 fue detenida y llevada a La Tablada donde en ese momento funcionaba un centro de torturas; allí permaneció hasta el 27 de noviembre de ese año siendo torturada sistemáticamente. He aquí su testimonio.
-Mi vivencia particular fue terrible, porque me pasó algo que arrastro hasta el día de hoy. A través de años de terapia y de tratamiento psiquiátrico lo he logrado entender desde el punto de vista racional, pero no sé si voy a lograr –al menos hasta ahora no lo hice– sentirme bien.
Las torturas a las que fui sometida consistieron en plantón, submarino, gancho (me colgaban con los brazos esposados hacia atrás); estando colgada me aplicaban la picana y como yo levantaba los pies para no hacer tierra, me ataban alambres a los dedos gordos para mantener el contacto a tierra. Lo que más usaron en mi caso – con particular especialidad para darse cuenta de qué era lo que el detenido más temía – fue el caballete.
El hecho es que ellos pensaban que yo era el enlace de la dirección del Partido Comunista, pero lo bueno es que no sabían nada de mí. Yo tenía la certeza de que era un muro entre mis compañeros y los milicos. Me torturaron terriblemente y me preguntaban por los compañeros de la dirección del partido que ni siquiera conocía.
Durante la primera parte que estuve presa -un mes y medio, dos meses- en todo momento dije que no sabía nada y que estaban equivocados. Incluso habían encontrado en mi casa material de propaganda, yo les decía que eso era un error, que me lo traía una persona que no conocía y que no me animaba ni siquiera a quemarlo, no sabía qué hacer con eso. Al principio me mantuve en esa tesitura.
Como parte de la rutina  me desnudaban, eso era sistemático. Pero antes de proceder a torturarme, primero me decían: “¿Gorda, vas a hablar o no? Bueno, entonces ya sabés las reglas de la casa”, y eso “las reglas de la casa” significaba que tenia que desnudarme. Un día no me llevaron a una sala de tortura, me rodearon varios milicos, liderados por un oficial, me empezaron a manosear y a decir cosas, me metían un tolete entre las piernas y me dijeron que ya no estaban violando a las detenidas, pero como yo me hacía muy la loca, me iban a violar. Por primera vez me puse a llorar a gritos – nunca había llorado. Ellos se morían de risa y decían: “Mirá vos, sabía llorar la torita”.  En ese momento –yo estaba desnuda– el oficial me puso su hombro para que llorara y me dijo: “Vestite y vení conmigo, déjenla, déjenme hablar con ella”, actuando como un salvador. Ese oficial era Jorge Silveira.
El “Pajarito” Silvera fue quien me detuvo en mi casa y estuvo al frente de mi tortura; en ese momento se hacía llamar Páris o Isidoro. Me dejaba colgada o en el caballete y me decía: “Cuando quieras hablar, pedí que llamen a Isidoro”. Entonces yo, que en ese momento estaba absolutamente destrozada, cometí el gravísimo error de ponerme a conversar con él. Una de mis tonterías fue decirle: “Qué me viene a hablar a mí de años de cárcel, si ustedes me van a matar acá, porque ¿qué se piensa, que voy a aguantar toda la vida acá? Toda mi familia tiene problemas cardíacos”. Y él me dijo con el sadismo más espantoso que te puedas imaginar: “Mirá, gorda, no te vamos a matar, quedate tranquila, yo te garantizo que vos de acá salís viva. Eso sí, vos que sos comunista, le vas a rogar a dios para morirte, porque te vamos a hacer conocer el límite de la locura”. Entonces le dije que en ese caso le estaría eternamente agradecida y que, como muestra de agradecimiento, si algún día tenía la oportunidad, lo iba a matar a él. En la indignación le eché un discurso: que era un fascista, que ni a las moscas les podrían hacer las cosas que me estaban haciendo a mí, que eran una vergüenza para la humanidad; de ahí al caballete fue una pasada.
Mientras me torturaban en el caballete me decían: “Así que nos vas a matar, comunista de mierda”. Les respondí: “Yo a ustedes no los conozco, le dije eso a Isidoro”. Entonces me sacaron del caballete, me bajaron la venda y desfilaron todos ante mi. Cuando le tocó el turno a Gavazzo, me dijo: “Gorda, el día que vengas a matarme no me des ni un minuto, porque si me lo das te vacío el cargador acá – y señaló con el dedo mi frente – porque si fuera por mí te hacía cavar una fosa con tus propias manos y te enterraba viva, pero no puedo”. Y a pesar de que él me estaba diciendo la verdad, que estaba impedido de matarme, yo no le creí, a partir de ese momento me sentí como un muerto que camina. Tenía la certeza de que más temprano que tarde me iban a matar; me aterraba que ellos, que se cuidaban de que no les vieran la cara, se habían plantado expresamente ante mi .
En ese momento el “Pajarito Silveira” comenzó a hacer el trabajo fino, a decirme que era mi amigo, que me quería sacar de allí, que yo era tremenda mujer y que no podía creer que me dejara matar por el partido. Me dejaban de plantón y en ese momento sufría muchas infecciones por causa del caballete. Yo repasaba todas las cosas que me habían hecho y dicho. Una vez que estaba colgada, me picaneaban y yo levanté las piernas para no hacer tierra; entonces me ataron los pies a las puntas de un palo, con alambres en los dedos gordos para hacer tierra, y me picanearon en la vagina.
Cuando me llevaban a hablar con “Isidoro”, yo iba como una “araña peluda”; me ponía a hablar y a los diez minutos estaba charlando así como lo estoy haciendo contigo. Y aunque racionalmente comprendía que Isidoro intentaba obtener lo que no me habían sacado en la tortura -los nombres de compañeros-, no logré evitar involucrarme desde el punto de vista afectivo. Recién después de muchos años de terapia comprendí – me lo han explicado los psicólogos y psiquiatras – que no podía enfrentar mi muerte, porque era lo que me había armado en mi cabeza, sin sentir o inventarme, aunque sea, un ser humano a mi lado.
Estaba como esquizofrénica, sentía que me desdoblaba, repasaba todo lo que me hacían, y al otro día estaba sentada charlando con él, contándole mi vida. Tuve una tremenda confusión a nivel afectivo y eso para mí fue terriblemente destructivo. No di un sólo nombre pero él logró que llegara al penal sintiéndome una traidora. Siempre digo que no le fallé al partido porque no delaté a nadie, pero me fallé a mí misma.
Un día el “Pajarito Silveira” me dijo que él no resistía pensar que me torturaran nuevamente, que tenía que dar aunque fuera un nombre para hacer un acta e irme. Había un “malo” de la película que se hacía llamar Rodrigo, que cuando el Pajarito estaba de guardia me permitía sentarme y cuando se iba me hacía parar. Y teníamos como un diálogo escrito porque Rodrigo me preguntaba:
-¿Cómo estás, gorda?
-Acá estoy -le decía yo
-¿Vas a hablar?
-No
Entonces me daba una serie de piñazos.
Otro día me dijo: “Vos podrás pensar que acá adentro tenés protectores o que podés tener algún privilegio. Si alguien te manda a sentarte, decile que tenés órdenes de Rodrigo de morirte parada, porque vos no hablarás, pero te vas a morir parada”.
Durante el plantón me habían ordenado tener cuatro baldosas de separación entre pie y pie, lo que significa que te resbalás; es matador, pero había milicas que directamente me pateaban los tobillos. Un soldado me dijo un día “¿Por qué no les decís algo así te vas de acá, no ves que te están deshaciendo, mirá cómo estás? Al final te van a hacer hablar, deciles algo.” Y le dije: “No, yo no puedo pensar en salir de acá dejando un compañero en mi lugar, porque entonces, afuera, tengo que pegarme un tiro. Y además alguien dijo alguna vez ‘más vale morir de pie que vivir de rodillas’ y yo estoy de acuerdo”.
En noviembre de 1978 me obligaron a firmar un acta y me trasladaron al cuartel de La Paloma y el 8 de diciembre, ya en el penal, apareció el “Pajarito Silveira”; abrió la ventanita del calabozo y yo no lo reconocí: tenía cara de maldad. Hasta el día de hoy me hizo pomada. Repito, he llegado desde un punto de vista racional a comprenderlo, porque me lo han explicado, pero acá adentro – se señala el corazón – no llegó la explicación. Creo que nunca llegará porque hace muchos años que lo vengo trabajando y no he logrado salir de esa sensación.
Creo que a partir del momento de que te aplicaban las “reglas de la casa” (como ellos decían) ya sentías una invasión a tu intimidad. Era una agresión a todos los planos de tu ser, de tu integridad. Fue todo un proceso ponerme en pie nuevamente y en eso estoy hasta hoy… Sigue siendo destructivo, porque ellos siguen trabajando en nosotros desde hace 30 años, nos sigue pesando, continuamos con esa mochila. Nunca me hubiera imaginado que en situaciones absolutamente diferentes vividas por otras compañeras, también pudieran sentir culpa.
Ya en libertad hice un intento de suicidio. Cuando querés suicidarte sentís que la única cosa digna que podés hacer es desaparecer. Ese fue mi punto de inflexión, tomé conciencia del disparate que estaba haciendo.
Loana Ascárate


“No tenés espacio, techo, ni paredes…”

 

El grupo Denuncia surgió como una propuesta de hacer una denuncia colectiva sobre violencia sexual durante la dictadura militar. Al principio estaba integrado por muchas mujeres que luego fueron desertando hasta quedar aproximadamente treinta integrantes.
En el marco de una de las reuniones -a la que Sala de Redacción tuvo acceso- surgieron sus vivencias durante su detención, las torturas a las que fueron sometidas y las repercusiones que esto tuvo en ellas a lo largo de estos treinta años.
En general, plantearon que fue difícil comenzar a hablar del tema y que lo tenían muy guardado, a lo que una de las integrantes agregó: “me costó y me sigue costando hasta hoy”. Para ellas este grupo fue un instrumento para poder “desembuchar”; muchas tenían guardadas esas tragedias desde hacía 35 años y nunca lo habían podido decir a pesar de haber hecho terapia durante años. A partir de estas reuniones comenzaron a compartir sus problemas particulares, a conversar sobre qué habían hecho luego de su salida, cómo reconstruyeron sus vidas – si es que la reconstruyeron – es decir, fue la base para compartir sus vivencias.
Es interesante destacar el sentimiento de culpa que tienen hasta hoy. Al respecto una de las mujeres expresó: “Muchas veces nos sentíamos culpables de algo que realmente no éramos, pero al no poderlo hablar lo escondíamos tanto que ni siquiera lo podíamos charlar con nuestras propias parejas y menos con nuestros hijos”. Destacan que no sólo no se atrevían a contarlo sino que la gente tampoco se atrevía a preguntar, “entonces se hizo un silencio como de acuerdo”.
Puntualizaron  que otra de las trabas para poder hablarlo fue la situación política: “Si Sanguinetti decía que no había niños desaparecidos, nunca se nos ocurrió hacer denuncias, pero tampoco nos creían que habíamos sido torturadas”, agregó otra de las integrantes. Para ellas había toda una estructura que impedía que hablaran y afirmaron que a los hombres les cuesta mucho más hablar.
Otra de las integrantes del grupo expresó: “Es que fuimos aprendiendo, en mi caso no se me había pasado por la cabeza que había que hacer una denuncia; por ejemplo yo no tenía idea de que violencia sexual era la desnudez humana. Por el hecho de ser militante ya se sabía que al caer te iba a pasar eso, eran cosas que estaban en la tapa del libro. Y ¿qué ibas a denunciar? No podías denunciar nada porque sabías que las cartas ya estaban echadas”.
Estas mujeres coincidieron en que la tortura era un plan sistemático y reflexionaban el hecho de que les costaba asimilar hasta dónde las querían destruir: la capacidad que los torturadores, desde su lugar de poder, tenían de destruirlas moralmente, de pensar todo el día cómo las iban derribar. Sobre esto, otra de las mujeres agregó: “Pienso que en la tortura uno está integrado a ella, hay una relación muy estrecha entre el torturador y el torturado que es imposible de romper hasta que no te sacan de allí, porque estás pendiente de que te torturen y el torturador está buscándote permanentemente”. Ademán contaban que una vez un milico dijo: “No los pudimos matar a todos, los vamos a volver locos”.
En relación a los diferentes mecanismos que adoptaba la víctima de tortura para poder aguantarla destacaron el de desdoblarse – la persona ve desde afuera todo lo que le están haciendo-. A lo que otra de las integrantes agregó: “Estás en el medio de la nada, te sentís como levitando, no tenés espacio, techo, ni paredes, no tenés dimensión ni tiempo, por lo tanto no sabés cuándo es hoy ni cuando fue ayer. Estás vendado, atado, desnudo y sin ver en las manos de quién estás; no sabés si al rato vas a ser una pelota o un pedazo de carne. Sólo te da para pensar cómo salís de ese momento.
Una de las mujeres – aclarando que no iba a hablar más del tema que era muy fuerte para ella – reflexionó sobre la tortura expresando que era lo humano contra lo inhumano. La persona se enfrenta a las cosas más bajas que dentro de la especie humana se pueden dar y citó a un autor que decía: “es como si te dejaran fuera de tu propia especie” porque sos un bicho acorralado, no hay ninguna posibilidad de protestar ni de defenderte. “Yo fui víctima de violación  – se pone a llorar – recién luego de 30 años lo podemos decir y nos está costando salud; si no me hubieran violado yo no estaría así”. El clima en ese momento fue de total conmoción, algunas trataron de calmarla, otras tenían una mirada como perdida en el horizonte, otras reflexionaban sobre el hecho de no poder superar ese tipo de situaciones hasta el día de hoy…
“Violaron a gente jovencita, gente que no había tenido relaciones sexuales y las condicionaron para siempre. Es muy difícil mantener relaciones sexuales luego de eso. Compañeras que han tenido que convivir con sus maridos sin poder hablar que fueron violadas”, expresó una de las ex presas. A lo que otra agregó que alguien le había dicho un día: “la guerrillera mató a la ternura”.
“La violencia sexual fue una práctica que se sostuvo durante todo el período de la dictadura. Hubo violaciones de chicas muy jóvenes y de compañeras muy mayores. De cualquier manera si se considera que la violencia sexual es la desnudez se puede decir que el 99% de las mujeres detenidas fueron sometidas a eso”, expresó una de ellas.
Otra de las formas de tortura era escuchar gritos de niños que provenían de otro lugar y los torturadores aseguraban que eran los hijos de 2 y 4 años de una de las víctimas. “A partir de ahí soy hipertensa y ese día me llevaron con una Tetania – patología en la que la persona queda enrollada – como una bola me llevaron al hospital militar. Ésto de la denuncia me trajo recaídas, empecé a tener mucha cistitis, picana en la vagina, se siguen reproduciendo esas sensaciones en mí, porque para hacer la denuncia hay que volver a ese lugar. Y es muy difícil, porque además los recuerdos a veces te hacen trampa”. Alguien recordó cómo una de las compañeras que comenzó con la denuncia tuvo que dejarla porque empezó a padecer hemorragias intestinales debido a que sabía que volvería a recordad lo vivido; treinta años después su cuerpo somatizó esos recuerdos.
Los oficiales se especializaban en torturar, estudiaban dónde aplicarla, que fuera en los lugares más sensibles – picana en los testículos, en la vagina, en las encías – todo eso estaba planificado. Hicieron “Conejillos de indias” con los detenidos- viendo qué resultado era mejor, con el objetivo de quebrar la resistencia social e imponer el miedo y el terror. “Su objetivo central era que ninguna de nosotras estuviéramos acá y ustedes tampoco. Pero no lo lograron”, afirmó una de las integrantes.
Loana Ascárate


Testimonio de ex presas abusadas sexualmente

“Sangre, sudor y lágrimas”

 “¿Al fin, qué vale un nombre? Aquello que llamamos rosa olería igual de hermoso con un nombre diverso”, decía William Shakespeare en Romeo y Julieta. ¿De qué vale un nombre si miles de mujeres pasaron por lo mismo? ¿Necesitamos el nombre de alguien para acreditar lo que dice? ¿Y las mujeres que perdieron su voz y hoy no pueden denunciar? Porque de eso se trata: la recuperación de la voz para amplificar una historia de infamias.

Una mujer ―y muchas otras― fue detenida con violencia en un bar una noche de invierno del año 1972. Los particulares que la detuvieron la pusieron contra la pared con brazos y piernas abiertas y la palparon manoseándola en todo el cuerpo. Esta mujer ―y muchas otras― fue encapuchada, esposada con alambres, insultada, amenazada, maltratada, manoseada por todas partes. Todo esto sin una palabra de explicación.
Al llegar a un cuartel un hombre interrogó a esta mujer ―y a muchas otras― diciéndole que si no respondía sería torturada. Después de un rato de plantón la llevaron a un lugar al aire libre donde la obligaron a desnudarse y, encapuchada, la toquetearon. Además de la humillación que implicaba su desnudez, sin saber siquiera frente a cuántos hombres estaba, tiritaba mucho frío. En esas condiciones de vulnerabilidad física y emocional le aplicaron el submarino, sumergiendo su cabeza en agua fría. Cuando parecía que iba a morir la sacaban del agua y repetían preguntas y repetían torturas, insultos, amenazas.
Mal vestida, a la intemperie esta mujer ―y muchas otras― padeció horas de plantón, sin comer, sin ir al baño, con una venda en los ojos. Cuando la llevaban al baño el milico se quedaba mirándola, hacía chistes y comentarios obscenos, siempre degradándola en su condición de mujer y de ser humano.
Una familia ―y muchas otras― pasó semanas sin tener noticias de esta mujer; las autoridades no informaban de las personas detenidas, permanecían “desaparecidas”. La desaparición forzada es otro de los delitos padecidos por esta mujer ―y muchas otras―.
Washington Varela era comandante del cuartel del 5º de Artillería pero allí también torturó, a cara descubierta, el entonces capitán Manuel Cordero. que contaba además con un auditorio de oficiales que participaban de las sesiones de tortura, o las disfrutaban. El tratamiento que recibieron las presas políticas durante la dictadura fue diferencial. Además de la tortura, que también recibían los hombres, las mujeres sufrieron violencia sexual. Eran un objeto especial para los torturadores.
Otra de las torturas psicológicas que sufrió esta mujer ― y muchas otras― consistía en tener que ver cómo Cordero violaba todas las noches a una de las presas que permanecía en Enfermería; ella fue obligada a practicar sexo oral. La violencia sexual en el marco de una relación de poder abusiva como era la que tenían víctimas y represores incluye muchas cosas; la violación puede parecer la más grave, pero lo más grave era que había un plan. Los torturadores analizaban a sus víctimas a fin de conocer sus debilidades y no usaban con todas las mismas tácticas y estrategias. La violencia sexual ejercida desde la desnudez forzada, el abuso, la violación, iban calando en la psiquis de las presas políticas que cada vez se hacían más vulnerables.
La relativa estabilidad se rompe nuevamente. Esta mujer ― y muchas otras― fue trasladada a otro cuartel, el 9º de Caballería, adonde llegaron en setiembre de 1972 todas las presas detenidas en diferentes cuarteles del país. Aunque fuera increíble, la situación empeoró. Además de las torturas, las condiciones de higiene y de alimentación eran pésimas y vivían hacinadas. Enferma, esta mujer ―y muchas otras― fue llevada al Hospital Militar donde además de atenderla pésimamente fue violentada nuevamente en su condición de mujer: observaban su desnudez supuestos estudiantes de medicina.
Estando en el 9º de Caballería recibe nuevos tipos de tortura psicológica: la trasladan a Jefatura para que reciba una visita que nunca llega. No es desinterés de sus familiares, es que las autoridades no le avisaron a su familia que la podían visitar. Por las noches uno de los tenientes pasaba junto a las camas y las destapaba para mirarlas.
En el verano de 1973 llevan a esta mujer ― y a muchas otras― al penal de Punta de Rieles donde continúa el plan de destrucción física, psíquica y emocional. Debían pasar 22 horas al día encerradas en celdas tapiadas, había dos baños para 48 presas, no les permitían ir al baño y cuando lo hacían se las quedaban mirando. La comida a veces estaba podrida y no recibían atención cuando se enfermaban. Debían hacer trabajos forzados aun estando enfermas. En la noche, los guardias las despertaban haciendo ruido en los barrotes o iluminándoles la cara con linternas. Vivían en estado de permanente alerta, lo que también aportaba al deterioro de sus cuerpos y cabezas.
Decir que en Punta de Rieles los militares no torturaban sería una mentira. No practicaban “apremios físicos”, no picaneban, no violaban, pero estuvo muy presente la tortura psicológica y la violencia sexual. Seguían desestabilizando a las detenidas mediante sanciones arbitrarias e injustas, no les permitían recibir visitas, les quitaban las cartas y paquetes que les enviaba su familia, las mantenían incomunicadas, de pie todo el día. Les generaban una inestabilidad propia de un clima de guerra, recibían órdenes contradictorias. En las requisas les robaban o rompían sus pocas pertenencias. Todo lo hacían con vigilancia de personas armadas que las apuntaban constantemente. Y finalmente debieron volver a sufrir tortura, una doctora autorizaba la salida del penal de Punta de Rieles y las detenidas eran llevadas, casi siempre de a una, a otro lugar para ser interrogadas y torturadas nuevamente. Por momentos, según los acontecimientos políticos de la época, el tratamiento hostil recrudecía y en entonces eran nuevamente obligadas a permanecer desnudas, por largas horas.
Esta mujer ― y muchas otras― está convencida de que el trato recibido en las diferentes dependencias en las que estuvo presa no fue casual, no se trataba de casos aislados. Todas eran prácticas sistemáticas que buscaban la destrucción física, psíquica y emocional de las personas y del grupo humano es lo que convierte a todos esos delitos en crímenes de lesa humanidad.
La preparación de esta denuncia implicó un gran esfuerzo para quienes padecieron estos tormentos hace más de treinta años.
En la medida en que empezaron a hablar de todas estas vivencias vieron que era necesario. casi obligatorio, y fueron sintiendo cada vez más la necesidad de denunciar; pero para poder hacerlo hay que revivir todo lo que pasó; y eso cuesta mucho, “literalmente nos cuesta sangre, sudor y lágrimas”.
Lucia Pedreira


Psicóloga analiza las denuncias por violaciones sexuales en dictadura

El silencio de las inocentes

 A fin de poder entender un fenómeno tan complejo como es el hecho de que a más de treinta años se presente una denuncia por violaciones durante la dictadura, Sala de Redacción consultó a la psicóloga María Celia Robaina, que desde la Cooperativa de Salud Mental y Derechos Humanos (Cosameddhh) brinda atención psicológica a un grupo de ex presas políticas. La especialista analiza la valentía de estas mujeres denunciantes, que recién hoy exorcizan las culpas de las que se creían responsables. Los verdaderos responsables -militares que sistemáticamente practicaban violencia sexual contra las mujeres detenidas- contaban con el silencio íntimo de las víctimas, pero ahora serán juzgados por el testimonio de las que eligieron no llevarse el secreto a la tumba.
El pedido de apoyo psicológico surgió del colectivo de mujeres que estaba preparando la presentación de una denuncia por violencia sexual. No sabían específicamente qué tipo de tratamiento necesitarían, sabían que iban a hablar de temas dolorosos, removedores, que por algo habían estado ocultos durante tanto tiempo. Las posibilidades reales que les podía ofrecer la Cosameddhh era un espacio grupal, quincenal de dos horas cada vez, y en ese régimen trabajan desde diciembre de 2010.
Según la psicóloga al principio hubo algunas mujeres que estaban ávidas de hablar, querían contar frente al resto del grupo sus vivencias particulares, pero ella evaluó que desde lo terapéutico eso no era conveniente, no había aun un grupo definido, nunca eran las mismas. Para que cada una pudiera tratar su testimonio era necesario un ámbito individual o un grupo sólido. En mayo de 2011 recién se consolidó un grupo de unas trece mujeres que van siempre y en la última etapa se dio el clima oportuno para que las que quisieran contaran su experiencia personal.
En Uruguay se ha tratado muy poco el tema de la tortura durante la dictadura, y menos los delitos de índole sexual, por eso en el camino hacia la denuncia, el grupo y cada una de las mujeres debió asumir y aceptar que esas cosas habían pasado, debieron romper un tabú. Un tabú que también es alimentado por personas que padecieron violaciones y no están dispuestas a contarlo.
Ante la posibilidad de que tengan que enfrentarse a quienes las torturaron en el marco de la investigación judicial, Robaina indicó que esa sería una oportunidad para ellas “de dar vuelta el vínculo que el torturador generó”. Pasando del lugar de sometimiento en el que estuvieron, a denunciar estos delitos, están haciendo un pasaje de “lo pasivo a lo activo, interpelando al Estado, obligándolo a hacer algo respecto de lo denunciado”. En opinión de la psicóloga, eso ya “es reparador, es sanador, porque se estarían quitando la figura opresiva que quedó internalizada”. El hecho de haber sufrido violaciones y torturas y nunca haber hablado de esos temas implica que el tormento se prolongó mucho más allá del momento en que esas violaciones fueron perpetradas.
Otro tema importante a tratar en lo previo fue la culpa. Muchas de las ex presas manifestaron que aun teniendo claro que estaban en una condición de absoluta dominación, que no podían hacer nada para librarse de lo que les estaba pasando, aun así se sentían culpables. “Esa culpa se las transmitió el torturador. Las humillaban, las insultaban, les decían que se habían buscado lo que les estaba pasando”. Los militares se ensañaron con las mujeres militantes por salirse del prototipo de mujer de la época. En muchos casos la culpa permanece hasta el día de hoy y contarlo es una manera de exorcizarlo, “de romper la dinámica que se tomaba como normal y poder depositar la culpa en el único culpable”.
Robaina indicó que psicólogos especializados en trabajo con víctimas de violencia sexual en cualquier ámbito y en diferentes circunstancias afirman que la culpa siempre aparece. “Tiene que ver con haber estado en una situación de tanta dominación, de tanta sumisión a un otro que uno no se acepta a sí mismo en esa imagen, en esa posición”. En muchos casos aparece la pregunta retórica, sin respuesta posible “¿qué podría haber hecho para que esto no me pasara?”
Si bien la violencia sexual fue general y sistemática durante el terrorismo de Estado porque todas las mujeres ―y muchísimo hombres― fueron desnudadas forzosamente, fueron manoseadas, fueron humilladas, recibieron tortura sexual en los genitales, en los senos, fueron despreciadas por su condición de mujeres y madres, sólo algunas fueron violadas, no todas. Y eso también era una estrategia: generaba la macabra sospecha de “por qué a vos te violaron y a mí no”, “qué hiciste vos para que te violaran”. Y lo mismo se preguntaba la víctima de violación. El clima de sospecha tenía el objetivo de dividir los grupos de pertenencia. Se podría presumir que los violadores también sabían que las personas en general no cuentan estas experiencias, contaban con el silencio de las víctimas.
Para la psicóloga, las mujeres mantuvieron tanto tiempo el silencio porque “los hechos traumáticos  generan que uno reprima lo que duele, hasta bloqueando algunos recuerdos”. Eso nos pasa a todos frente a una situación extrema o límite, que el psiquismo no puede procesar por los mecanismos habituales, lo traumático queda como escindido, fuera del yo. También es cierto que es difícil contar una experiencia extrema porque parece que no alcanzaran las palabras, “es tan salvaje, tan primitivo, tan bruto, tan descarnado que el lenguaje simbólico no llega a poder dimensionarlo, no puede nombrarlo”. Tampoco les preguntaron acerca de esto, en algunos casos ni siquiera sus parejas se animaron a indagar, los demás esquivaron el querer saber o confirmar lo que sospechaban.
Las denunciantes tienen varias expectativas con lo que pueda pasar. Una de las razones por las que denuncian es que quieren desenmascarar lo que ocurrió y que se sepa la verdad. Por otro lado, la culpa genera una especie de deuda, algo que siempre está pendiente, que no se puede cerrar. Según Robaina, “este proceso que están haciendo permite cicatrizar, cerrar, elaborar”.
También está la expectativa de la justicia, que se sepa que hubo militares que sistemáticamente practicaban violencia sexual contra las mujeres detenidas y que se los juzgue por eso. Algunas de las ex detenidas manifestaron que no querían morirse llevándose este secreto.
La denuncia también funciona como tregua. Muchas mujeres vieron afectada su vida cotidiana a partir de lo que sufrieron. “Experiencias de tanto impacto que tocan una zona tan íntima y tan vinculada a la vitalidad ―porque la sexualidad tiene que ver con el amor, la ternura, la procreación, el placer, el disfrute― que esa zona haya sido transformada en un territorio de horror, de dolor, de asco, de mancha, pervierte lo esencial de la sexualidad”. No sólo la sexualidad se ve afectada, impidiendo tener relaciones sexuales o tenerlas con mucho dolor, no poder disfrutarlas; también se pueden manifestar secuelas en la autoestima que pueden producir depresión, rechazo hacía sí mismas.
A nivel político las ex presas sienten soledad en lo que podrían ser políticas de Estado, han manifestado miedo a represalias ya que las denuncias implican a torturadores que aun están libres. Tampoco quieren exponer a sus familias al morbo de la opinión pública. Pero son riesgos que están dispuestas a correr. Para Robaina, deberíamos tener en Uruguay un programa de atención y acompañamiento a testigos, como existe en Argentina, y la justicia “tiene que dar un tratamiento especial a estos crímenes, no se pueden manejar con las mismas lógicas que cualquier delito”.
“Hoy mucha gente cree que estas mujeres están locas por estar tratando este tema. Incluso otras ex presas políticas que sufrieron lo mismo les preguntaban qué necesidad hay de pasar por eso nuevamente. Mostrar algo horroroso hace que la gente mire para otro lado. Para mí estas mujeres son muy valientes”.
Lucia Pedreira

0 comentarios:

Publicar un comentario

No ponga reclame, será borrado