domingo, 16 de junio de 2013

Arturo Dubra




14 de junio del 2013
Por Jorge Zabalza


Arturo Dubra 

Somos una constelación entrelazada por la muerte, la desaparición, la tortura, la violación y los mil y un verdugueos que es capaz de crear el sadismo militar. La cofradía hermanada por el horror y el espanto, el miedo de cada mañana al no saber como vendrá la mano y la búsqueda de aire puro en la atmósfera putrefacta de la cloaca. Los porfiados sobrevivientes  se encuentran en salas velatorias, el Cementerio de La Teja, las busecas de Ibiray y Crysol, las marchas del silencio y algunos otros puntos donde cruzar miradas y hacer gestos de mutua comprensión. En el diálogo recuperamos los antiguos códigos de la clandestinidad, el lenguaje de los locales abarrotados y esos recuerdos que, pese a las tentativas de tantos novelistas y poetas salidos del calabozo, son tan difíciles de comprender por quienes no atravesaron desiertos ni se quemaron en el infierno. Aburrimos de tanto volver a las viejas historias. 

Arturo Dubra Díaz es uno de los recuerdos santos en la cofradía tupamara. Cada una y cada uno de nosotros tenemos el episodio, la anécdota o el relato protagonizado por el “flaco”. Todos recibimos esa sensación de seguridad, de firmeza inconmovible que transmitía. La leyenda de Arturo “sin miedo” sigue viviendo en la memoria agradecida de sus cofrades. Fue uno de los protagonistas más destacados de esa historia salpicada por el  heroísmo y la humana solidaridad de tantos y tantas revolucionarias, que resurge pese al empeño por rescatar el lado oscuro y los agujeros negros, los quebrantos y egoísmos tan humanos que acompañan las epopeyas más gloriosas de la humanidad.

La tarde del 8 de octubre de 1969 su nombre retumbó en las viejas Spicas que entretenían el ocio en las celdas del Penal de Punta Carretas. Lo daban por muerto, había caído baleado cerca de Camino Maldonado al retirarse de la toma de Pando. Quienes lo conocían no lo podían creer... Arturo era inmortal.  Al salir al recreo, todos abrazaron a Pedro, su hermano menor. Yo lo abracé conmovido. Volvimos del recreo y los informativos de las 19:00 horas explicaron que Arturo se había salvado, lo había protegido un policía de la caminera horrorizado con los fusilamientos que estaba presenciando. Poco después, Pedro pidió al guardia para salir y, de mejillas mojadas, se vino hasta la celda a darme un abrazo a través de la ventanilla. Las informaciones ya no ofrecían dudas y daban los tres nombres de los asesinados en los alrededores de Manga. En mi memoria Arturo y Pedro, Pedro y Arturo, están archivados en la misma carpeta donde conservo a Ricardo, mi hermano.

Murió hace diez años, el 6 de junio del 2003, luego de una larga agonía. No tuvo la muerte deseada por la generación de Ernesto Ché Guevara. Sobrevivió para salir amnistiado y adaptarse como podía a la legalidad permitida, una madrugada en el gimnasio de Atenas nos equivocamos y atravesamos los límites del código penal. No soportó la muerte de Pedro y lo entiendo demasiado bien. La tarde que me despedí de la Convención Nacional del MLN(T), con la mirada nublada, Arturo me acompañó abrazado hasta la puerta y me dijo “venite por el boliche mañana”. Muchísimas veces atravesamos la frontera política para volver a hablar nuestro idioma y repasar las fotografias color sepia.



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